«Me cago en la puta de oros».
Esta expresión, tan castiza, tan anticuada, se está convirtiendo en un mantra a mi alrededor. Recuerdo que la primera vez que apareció en mi vida fue a la tierna edad de cuatro o cinco años, mientras coloreaba un libro de Dragon Ball y mi abuelo —allá donde estés, te echo de menos, abuelo…— leía el periódico; de repente soltó tan elaborado exabrupto, que unido a su poderosa voz procedente de la Navarra más profunda consiguió que se quedara grabada a fuego en mi mente. Curiosamente la he usado muy pocas veces, quizás porque le tengo un cariño especial y forma parte de mis recuerdos familiares. Cada vez la escucho más, en cualquier contexto, en cualquier situación. En un principio, dada su naturaleza, debería indicarnos que algo no va bien, que ha surgido un imprevisto, que ha ocurrido una catástrofe.
Pero nada más lejos de la realidad, resulta que la frasecita de marras se utiliza para cualquier eventualidad en la que nos podamos ver inmersos diariamente. Ha dejado de ser una expresión espontánea y se ha convertido en un estado mental. Un constante quejido, un incansable malestar que afecta a cualquier acción, cualquier comentario, cualquier pensamiento. No hablamos del síndrome del lunes o la bajona del domingo por la tarde, va mucho más allá: es como un quiste agarrada a la nuca y que no deja de susurrarnos fórmulas perfectas para hacernos perder el equilibrio espiritual. Un pequeño duende tocahuevos, un Pepito Grillo troll.
Y ahora todo el mundo lleva a uno escondido. Como si fueran loros en hombros de unos piratas que han perdido su esencia. Así va la gente por la vida, con más cargas de las que debería. Con esas figuras invisibles convirtiéndoles en ogros andantes. Los jodidos, los putos duendes.
«Me cago en la puta de oros».
Porque debería ser un pequeño desahogo y no un leitmotiv. Lo que se presupone una evolución mejorada del grito liberador ha llegado a esta nueva era, a este extraño y zozobrante siglo XXI, para convertirse en un mensaje cifrado, en un código que muestra la histeria en la que vivimos actualmente. Y no es una exageración, pues sólo necesitamos sumergirnos unos minutos en las redes sociales para comprobar la volatilidad de las opiniones, el extremismo de las posturas y la desaparición paulatina —y depresiva— de los debates en pos de las descalificaciones mutuas y un anhelo obsesivo por dejar en ridículo al contrario en lugar de rebatir sus ideas. El 90 por ciento de las interacciones en internet se realizan bajo un barniz de negatividad y oscurantismo que sólo hacen aflorar lo peor de nosotros mismos. Y eso se traslada a las inercias de masas, a las modas, a lo que nos venden, a lo que nos informan, a las políticas… una siniestra sombra invisible, un Pepito Grillo dark para dominarnos a todos.
«Me cago en la puta de oros».
Así es como la figura de mi abuelo y su expresión, tan espontánea como poco habitual, aflora en la actualidad para recordarme que la queja debe ser un instrumento y no un hábito, que el mal humor ha de ser pasajero y no una residencia permanente, que puedes sumergirte en la oscuridad sólo para apreciar mejor todavía la luz. La vorágine que nos consume, sin embargo, no nos deja apreciar nada de lo bueno y, en una perversión de nuestra realidad, centrarnos sólo en los problemas; existen, sí, y son muchos, pero con más negatividad no conseguiremos superarlos. Si mi abuelo estuviera aquí ahora seguramente terminaría con la mano encallecida de tantas collejas que, como Sole en ‘Siete vidas’, se dedicaba a repartir cuando veía el ridículo a su alrededor.
Y qué queréis que os diga, decir «me cago en la puta de oros» cuando no toca roza el histrionismo. Y también, por qué no decirlo, da mucha pena.