Cuando se acerca una Copa del Mundo de Fútbol, especialmente desde la llegada de las redes sociales, es habitual ver comentarios en torno a cuál es el primer recuerdo mundialista que tiene cada uno. En mi caso, lo primero que viene a mi memoria cuando pienso en ello es el nombre de un futbolista italiano de nombre Salvatore, apodado Totò y de apellido Schillaci.
Es ahí y solo ahí cuando arrancan en mi memoria la cantidad de recuerdos que tengo asociados a esta ilustre competencia deportiva que se sucede cada cuatro años y que nos sienta frente al televisor para sufrir, sufrir, sufrir, sufrir, sufrir, llorar de alegría, sufrir y quién sabe lo que pasará en Rusia con esta España nuestra tan rara que nos ha dejado todo lo sucedido en los últimos días.
Pero a lo que iba: mis recuerdos de los Mundiales comienzan en aquella Copa del Mundo de Italia 90 cuya mascota era una especie de Fido Dido ortopédico con los colores de la bandera italiana y en el que, para variar, España quedó apeada pronto en las rondas de castigo con un gol de falta de Stojkovic. Nos fuimos a casa en octavos de final frente a Yugoslavia pero yo, al menos aquel yo de ocho años, apenas recuerda cosas negativas de todo aquello. En mi mente están los goles del Totò Schillaci, que luego no hizo mucho más en su carrera, y aquella final entre Alemania y Argentina que se decidió con un gol de Brehme.
Lo que sí despertó aquel torneo fue mi interés por el fenómeno que rodea a los mundiales. Y es que fue por aquellos años cuando encontré en casa de mis padrinos un libro verde con la historia de la Copa del Mundo hasta ese año. Fue ahí cuando quizás leí por primera vez sobre Pelé, sobre la Naranja Mecánica de Cruyff, sobre eso del Maracanazo o sobre Diego Armando Maradona y su mano de Dios. Y también, probablemente, fue ahí cuando decidí también que quería vivir esa sensación como aficionado de lo que supone conquistar el cielo y sentirse, aunque sea de esa manera, el mejor del mundo.
Comenzó entonces mi peregrinar (y el de muchos) con la Selección española de fútbol. Sí, antes de La Roja había dolor, mucho dolor.
¿Cómo voy a olvidar que mis primeras lágrimas de pena por esto del fútbol iban a llegar tras un gol de Roberto Baggio que frustró la emoción de jugar unas semifinales? Todavía recuerdo a mi padre consolándome por el Camino de las Zorreras (un lugar de Pozoblanco donde se realiza la Ruta del Colesterol) mientras paseábamos al perro y yo no alcanzaba a entender con mis 12 años lo injusto que es el fútbol. Quizá en ese Mundial de Estados Unidos en el 1994 comprendí que la grandeza, al menos hasta ese momento, estaba reservada para brasileños, italianos, alemanes y poquito más.
Después vino Francia 98. Era nuestro Mundial pese a Clemente. Recuerdo que vi el partido con amigos y que Zubizarreta se metía un gol en el primer partido contra Nigeria. Después llegó la decepción que supuso que aquella España que funcionaba como una máquina no carburara en la primera fase y tuviéramos que tomar el avión de vuelta demasiado pronto. Ahora bien, lo que me dejó aquella Copa del Mundo fue a Zinedine Zidane. Bueno, a mí y a otros muchos que tuvimos la suerte de verle bailar sobre el césped pese a aquella expulsión que le hizo perderse algunos partidos.
Cuatro años más tarde llegó Japón y Corea… con otro disgusto. Ya no hubo lágrimas como ocho años antes, pero sí un cabreo enorme cuando Al-Ghandour nos dejó fuera de un campeonato que quizá, por fútbol y equipo, sí que podría ser el nuestro. Pero al final nos quedaron las malas caras, aquel gol anulado y los sobacos de Camacho, símbolo de esa España de furia que empezaba a extinguirse para dar paso a algo nuevo. Aunque quedarían varios años.
En Alemania 2006 no había demasiadas expectativas de lo que vendría después. España llegó con un buen equipo bajo el mando de Luis Aragonés pero se cometió un error: la prensa española y muchos aficionados minusvaloraron a la Francia del casi retirado Zidane. Y Zidane nos mandó a casa con una elegancia soberbia que sólo se rompió con ese extraño cabezazo a Materazzi que nos dejó una de las estampas inolvidables de los mundiales. Y sí, también nos dejó una victoria de Italia, de esas que no esperas pero que luego piensas que es lógico… o eso parece.
Y llegó Sudáfrica. Recuerdo aquella derrota contra Suiza en el primer partido, los nervios contra Portugal, la dureza frente a Paraguay y el testarazo de Pujol que nos hizo gritar. Sí, gritos de romper esquemas y demostrar que era el momento de España. Por fin iba a sentir eso que que quería vivir desde que tenía poco más de ocho años: mi equipo, mi país, mi Selección, iba a jugar la final de una Copa del Mundo.
Cuando comenzó la final de Sudáfrica 2010 entré en un fatalismo habitual de cara a los grandes partidos: íbamos a perder seguro. Y es que, después de tantos tropiezos y maldiciones de cuartos, aunque se rompieron con la victoria en la Eurocopa dos años antes, en mi fuero interno sabía que no, que no podía ser, que era demasiado bonito.
No tengo demasiados recuerdos del partido, sólo que fue eterno. Quizá mi mente no ha querido guardar más que lo importante: el gol de Iniesta. Sí, el gol de mi vida y el gol de muchas vidas. Ese en el que cuenta el de Fuentealbilla que escuchó el silencio. Yo escuché la felicidad, la noté, noté una conexión que recorría mis recuerdos y me llevó a esas palabras de consuelo de mi padre en las afueras de Pozoblanco después de ver a Salinas fallar ante Pagliuca.
Y lloré. El árbitro pitó el final. Salimos a la calle, busqué una tienda para comprar una réplica de la Copa del Mundo y enfilé el Paseo de la Castellana cuesta abajo disfrutando de algo que siempre soñé con vivir pero que jamás me imaginé que iba a suceder. Pero pasó.
Aunque este artículo no va a tener un final feliz. ¿Por qué? Porque nos queda Brasil 2014, lugar al que pese a las señales evidentes, llegamos crecidos y nos pegamos tal costalazo del que nos costó muchísimo recuperarnos. Aunque bueno, sí es verdad que de aquel Mundial siempre nos quedará el 7-1 que Alemania endosó a Brasil en un partido en el que, de cierta manera, muchísimos nos sentimos alemanes. Y fue una Copa del Mundo que hizo bueno el dicho ese de que siempre ganan los teutones… sobre todo cuando juegan bien al fútbol.
Así llegamos hasta Rusia, un Mundial que ya está en marcha y en el que España ya ha jugado y empatado su primer partido contra Portugal. Queda mucho pero estoy seguro de que será especial y que algún recuerdo me acompañará en la historia de mis mundiales. ¿Será bueno? ¿Será malo? Eso lo sabremos en unas semanas. Hasta que llegue el momento, disfrutemos del mayor espectáculo del mundo.