En la observación está la clave, dicen los entendidos en la literatura. Observar, empaparse de lo que a uno le rodea y en base a ello (entre otras cosas) escribir. Escribir desde las entrañas, desde los cojones o desde los ovarios. Es la teoría sucia, la visceral, la que parece que está de moda. No sabía que para escribir también hubiera que seguir los cánones establecidos. Tal vez sea demasiado inocente.
Venga, imaginemos que decido hacer caso. Salgo a dar una vuelta por mi barrio el sábado por la mañana porque me han dicho que es el momento de la semana durante el cual más se puede uno impregnar de la vida cotidiana de una vecindad. Así que salgo a la calle, libreta en mano, dispuesto a anotar cualquier detalle que me pueda llamar la atención o que capte mi curiosidad aunque en ese preciso momento no sepa por qué.
Lo primero que hay que decir es que la gente tiene la misma cara avinagrada ya sea a las seis de la mañana de un día laborable que a las diez y media de un sábado de sol espléndido. La capacidad para permanecer con gesto huraño es importante. Miradas ceñudas, expresiones parcas en palabras y la constante impresión de estar rodeado por gente que desprende hostilidad. Hasta los perros parecen estar de mal humor. Uno mira al cielo, azul radiante, mientras se deja abrazar por el confortable calor del sol y se pregunta qué narices le pasa a la gente. Sigues caminando en busca de esas pequeñas historias que sirvan de masilla para las tuyas, los ejemplos que enciendan la chispa de la creatividad.
Llegas a la plaza del mercado, centro neurálgico de la vida en la barriada. Y siguen los rostros cenicientos, los silencios de quienes no quieren hablar por no envenenar oídos (excepto los que lo hacen de todas maneras porque si se lo callan se pudren por dentro) y las dudas persisten, ¿acaso me estoy perdiendo algo? Si hay algo peor que no encontrar algo es no saber qué se está buscando, es como navegar sin brújula y con un cielo sin estrellas.
Así deambulo por las calles atestadas en su mayoría de gente mayor, la que no está durmiendo la resaca del viernes noche. Alguno dirá que los rostros que veo tristes es porque la gente mayor es cascarrabias, pero también veo el mismo semblante en la gente de mi generación, los de una por encima y empiezo a verla en los de una por debajo. Así que sigo preguntándome el porqué de tanta bruma. Es cuando me siento y pido un café en una terraza que entiendo lo que ocurre: me traen magma ardiendo cuando pedí leche templada, pero me resigno.
Ahí está, La Resignación.
Ese es el poso en los rostros de la gente, una cansada aceptación de que la vida es como es y poco o nada se puede hacer para cambiarla. Eso me parece: personas que han perdido la fe en que las cosas se pueden hacer de otro modo, rostros que se han ido oscureciendo por la rabia contenida, las ganas de gritar sin poder hacerlo porque para qué esforzarse. Esa rabia transmigrada en una lacerante resignación, de esa que te hace girar la cabeza para no ver, aunque escuches.
Yo consigo mantener viva esa rabia aunque empiezo a notar el canto de sirena de esa voz que me dice que baje los brazos, que me limite a vivir mi vida como pueda y gaste mis energías en quejarme sin más. ¿Estoy acaso claudicando como los rostros que veo a mi alrededor? No puedo evitar creer que sí, que tarde o temprano el paso del tiempo vuelve a las personas en seres pragmáticos. Para lo bueno y, en este caso, para lo malo.
Termino el café y no tengo historias que me inspiren a escribir, las que observo son demasiado negativas para plasmarlas en un papel. Lo máximo que quiero hacer es explicarlo en un artículo, una pequeña vía de escape por la que dejar fluir toxicidad que me nubla la vista. Cuando llego a casa se me pasa porque pienso realmente que, a mi manera (y quizás desacertadamente) no he caído todavía en las garras de la desidia. De ser así no seguiría empeñado en ser escritor, no enviaría mis manuscritos a editoriales, ni seguiría escribiendo en mi pequeña mesa en la que apenas me cabe el ordenador portátil; si fuera un resignado no estarías ahora mismo leyendo estas líneas porque no saldrían más allá de mi cabeza.
Date una vuelta por tu barrio y si ves a gente gris, obsérvalos: si puedes ver fuego en sus ojos es que todavía no estamos del todo perdidos.