La paradoja es la cultura

La cultura es una paradoja. No tendría ni porqué existir, pero lo hace. Ahí está el problema. Cualquiera que piense durante un momento lo que significa que haya un grupo de algo llamado conocimientos, y que además sea de un ámbito común y, al mismo tiempo, de una especificidad e individuación tan exclusivas del foco local donde germinan y se expanden -a semejanza de cultivos víricos descontrolados-, podría afirmar la existencia verídica e incuestionable de un oscuro e inexplicable plan de entidades superiores a nuestra comprensión total.

Así fue como se percibía en Konigsberg, alrededor del siglo XVIII. Bueno, quizá no en toda la ciudad, más preocupada en aquel momento en la evangelación luterana del este de Europa que por la propia coherencia de sus convicciones; pero sí en alguna que otra cabeza, que, entre sus excentricidades, contemplaba con estupor como las mentes de las personas podían discurrir del mismo modo que los topos al sol, prefiriendo hundirse en la fuerza de la religión antes que cuestionarse su propia moralidad.

Así, la percepción de que nuestra existencia -la demostración empírica de que estamos aquí- es algo inevitable por el hecho de que haber constituido una sociedad no justifica que se pueda asumir que el resto de comunidades deban tener la misma. Incluso nuestra sociedad tampoco demuestra ser la única posible por el hecho de que estemos aquí. Más aun, entendamos que, si estamos aquí, se trata de algo tan fortuito que realmente ha sido necesaria la intervención de un poder que, de momento, llamaremos divino. Entendamos de una vez que no somos más que una posibilidad convertida en acto. Admitamos que somos contingentes.

Quizá tengamos que concluir que solo Dios es necesario, antes de que alguna visionaria hable de la energía como vínculo mundial (aunque Su Bondad sea Infinita) o algún obispo de Granada pretenda que la opacidad fiscal sea una virtud (aunque Su Economía también sea Infinita). Es evidente que una emisión descarnada de Amor Celestial perfuma la habitación al paso del Creador, pero dejemos el problema de los corazones rotos y el beneplácito a la corrupción para el Altísimo. Nuestra preocupación inminente es si existimos por nosotras mismas – y por tanto, decidimos la existencia de las demás – o si procedemos de ese soplo divino.

Y si fue así, ¿cuántas cosas más habrá exhalado ese portentoso aire? ¿Seremos capaces de verlas como frutos del trabajo incesante de un poder incansable, y que además goza de la fiabilidad de la Infalibilidad? ¿Podremos ejercer nuestra razón para vislumbrar el acierto de la divinidad, o por el contrario, apostaremos por utilizar nuestro poder omnímodo sobre una realidad de la que nos apropiamos nombrándola? Sólo el insensato dice en su corazón que no hay Dios, proclamó a su vez un irlandés borracho. ¿Y nosotras cometeremos la imprudencia de enfrentar nuestra vulnerabilidad, nuestro tenue resplandor en la oscuridad de la noche, contra alguien que se da a Si Misma su propia existencia?

Por más que escuchemos con nostalgia aquel “Alcalde, todos somos contingentes, pero tú eres necesario”, Immanuel grabó su Imperativo antes de que lo hiciera José Luis: “Obra de tal modo que tu acción pueda convertirse en una ley universal”. Quizá se aleje un poco del ‘Sapere aude’ o ‘usa tu propia razón’, pero en la actual Kaliningrado nunca tuvieron demasiadas dudas acerca de la omnipotencia de dios, ni siquiera con el paso fugaz del régimen soviético…

  • Repito, 7 horizontal: Película de animación que consagra la danza como baile de hipopótamos. 8 letras.
  • Pues eso, “Fantasía”.
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