Son muy fáciles de identificar. Siempre mirando a ambos lados, con paso inseguro, el rostro compungido y esa aura extraña que muchos somos capaces de percibir. La primera reacción que provocan es de rechazo, a muchos niveles: los hay que son políticamente correctos, otros utilizan mentiras piadosas y los menos curiosos directamente sueltan una fresca.
Hablamos de las personas con mala suerte.
Todos pasamos una mala racha, tenemos un mal día o simplemente no podemos escapar a las fuerzas de la Ley de Murphy. En esos casos sólo se puede entonar la ironía de la vida de mejor o peor manera, sonreír y a otra cosa. Pero no son ese tipo de personas de las que hablo: me refiero a las que muchos catalogan de desgraciados (aunque no creo que sea el término más adecuado), personas a la que la vida no ha hecho otra cosa que poner obstáculos a cada cual más infranqueable.
Una vez, años atrás, conocí a una persona con la que no tengo contacto actualmente —por, precisamente, avatares caprichosos de la vida—, pero jamás olvidaré. Fue una amistad temporal de las que surgen espontáneas cuando menos lo esperas. Sin pretenderlo siquiera. Congeniamos bien: teníamos la misma edad, gustos parecidos y disfrutábamos de charlas alrededor de un buen Red Bull con Coca-Cola (qué curioso recordarlo, ahora sería incapaz de tomar ese mejunje sin vomitar). Evidentemente las charlas si bien en un principio trataban sobre aficiones y otros temas, terminaron por converger en nuestras vidas. No soy muy aficionado a dar detalles de la mía… Tal vez ahora, antes no me importaba tanto. El caso es que nos explicamos nuestras respectivas biografías, en varias entregas durante muchos días.
Por recuerdo y respeto, y aunque no diré su nombre, no daré detalles de la vida de aquella vieja amistad.
