Madrid me pertenece y yo la pertenezco. De eso me he dado cuenta al dejarla, sin mirar atrás, porque no me hace falta. Porque la llevo conmigo. Cuando al atardecer miro el cielo y echo de menos su luz. Su luz eterna. Mi luz. Mis recuerdos. Lo que soy.
En Madrid crecí y a Madrid vuelvo. Y la siento tanto como la quiero. Quizá la quiera más porque la siento. Se siente. En Madrid creí que me enamoré y en Madrid me enamoré. Jugaba a echarle pulsos en un coche sin luces que bailaba las rotondas. Jugaba a pasearla y a bebérmela por los rincones más oscuros de Malasaña. Jugaba a ser tan mayor y tan sabia como ella. O tan niñata y malcriada. Yo qué sé. Me enganché a sus redes y sus lamentos. Sus laísmos. Sus laicismos. Sus noches (casi) eternas. Sus medias verdades. Sus mentiras enteras. Sus certezas.
Su humo, su gente, a veces gris, durante años coloreada a brochazos de una vida en blanco. Toda la vida por delante. Vida. Rezuma vida. Y caos. Estoy muerta. Y me empeño en resucitar, saliendo de un extraño ataúd sobre raíles cuando su bendita luz se refleja en mi cara.
Maldigo al que alguna vez me llamó Lady Madrid.
Tienes razón. La Luz en Madrid, a veces, puede ser una maldición o una bendición, todo depende de cómo , dónde o con quién amanezcas. Un beso enorme