Os voy a proponer un juego (sí, padres-adultos, me refiero a vosotros que tanto os quejáis de que vuestros hijos no paran un segundo con la tableta y/o con el móvil, esos “cacharros del demonio” que vosotros mismos les habéis regalado), pero antes de nada dejad de quejaros. Repito: vosotros sois los que les habéis regalado esas tabletas y/o esos móviles, así que no-más-quejas, por favor.
¿Acaso no se los habéis regalado sino que sólo les prestáis los cacharros, “vuestros cacharros del demonio”, cuando se portan bien (que no es sino un eufemismo de “para que se callen la boca y nos dejen en paz”)? Peor me lo ponéis, me temo. Y me temo, porque mal me lo ponéis, que con esta regañina vamos a necesitar algo más que sangre para que la letra os centre. Pero me he propuesto que me leáis; y no sólo eso: también me he propuesto que me echéis cuenta de una vez por todas. No, no se trata de una proposición; estoy diciendo que sí o sí vais a hacer lo siguiente:
- Lo ya dicho: dejad de quejaros, por favor;
- Convenceros de lo siguiente:las tabletas y/o los móviles no son “el coco”, que no os nuble las ideas el rapapolvo. No radica ahí la problemática. El potencial de las nuevas tecnologías es enorme, pero hay que usarlas bien, por supuesto (y, lo siento, a tenor del porqué de este artículo, no parece el caso);
- Nunca,jamás les regaléis o les prestéis cualesquiera cacharros a vuestros hijos (tabletas, móviles, pistolitas y/o punteros láser de las ferias en el peor de los casos) para que se callen la boca y os dejen en paz, aunque cubráis de entretenimiento el envoltorio de vuestras acciones;
- Quitaros de la cabeza un buen puñado de cosas que habéis tomado por axiomas irrefutables, desde creeros que por ser adultos (y padres: padres-adultos) sois más inteligentes que vuestros hijos –que nada tienen que rechistar sobre cualesquiera cosas que les digáis– a pensar que tecnología (móviles, tabletas, pistolitas y/o punteros láser de las ferias) y educadores (maestros y profesores, de escuelas o de academias, ¡qué más da!) van a suplir las que deberían de ser vuestras “horas lectivas” como padres;
- Reflexionar sobre los cuatro puntos anteriores;
- Volver a reflexionar, esta vez sobre los cinco puntos anteriores;
- Proponeros, ya sí (y sin ningún atisbo de duda): escuchar a vuestros hijos y asumirlos como niños, sí, pero también –y más importante– como seres inteligentes capaces de enseñaros tanto o más como podáis enseñarles vosotros;
- Muy importante (a propósito del punto anterior): recordaros siendo niños. ¿A que no molaba cuando los adultos no os tomaban en serio? Tened eso siempre presente, por favor;
- Teniéndoos presente –siempre– como los niños que fuisteis,sentaos en torno a una mesa junto a vuestros hijos: charlad con ellos como iguales (pero sabiéndoos sus padres, ojo), y nunca, jamás, volváis a dirigiros a ellos desde las alturas de vuestra egolatría sin tenerlos en cuenta;
- Ahora sí, si estáis preparados, preguntaros: ¿estáis dispuestos a ser unos padres-niños? Si la respuesta es no, os recomiendo que paréis de leer ahora mismo. Si la respuesta es que sí, tirad adelante: ¡me juego lo que queráis que no os vais a arrepentir!
Antes de proseguir, me vais a permitir puntualizar algunos datos biográficos que, pienso, pueden ayudar a reforzar el porqué de esta Introducción antipedagógica al mundo de los juegos de mesa. Pues, bien, mi nombre está claro: Enrique. Tengo 31 años y, desde el 8 de agosto de 2015, soy un hombre casado. No, no tengo hijos, pero sí, sí quiero tenerlos (y no sólo uno; aunque haya sido hijo único, siempre he buscado sucedáneos de hermanos y hermanas). En mi último cumpleaños, María (ay, qué mal nos suenan todas las etiquetas a ella y a mí tras darnos el “sí quiero”: esposo y esposa, marido y mujer… ¡nos falta vocabulario para definirnos como conjunto!) me regaló varias cosas; entre ellas, cayó una caja de Legos. ¡El mejor regalo que me han hecho en años! Por otro lado, también cayeron unos clicks de Playmobil. Bastarán estos datos por ahora.

No, puedo aseguraros que no tengo complejo de Peter Pan, pero sí, me encanta recordarme siendo niño, cuando mi barrio –mi mundo, que diría Juan José Millás– no era sino un enorme tablero de juego. Cómo olvidar cuando descubrí las canicas, y cómo, con una que me prestó un amigo, llegué a conseguir más de quinientas; o cómo disfrutaba coleccionando cromos (o tazos, o cómics, o revistas); o montando puestos ambulantes a las puertas de mi casa con las cosas que en ese momento “me sobraban”; o haciendo bailar mis trompos de madera (¡siempre pintados a mano!); o construyendo lo que fuera con mis Tentes de marca blanca (los buenos eran bastante caros, pero a mi yo de siete a nueve años poco le importaba el sucedáneo); o cogiendo la bicicleta (cualesquiera de las tres que llegué a tener, aunque mi preferida, por siempre jamás, sea aquella increíble BH California color roja); o jugando al ajedrez (¡y yendo a participar a torneos!, aunque nunca ganara ninguno); o jugando o a las chapas; o al escondite; o a policías y ladrones; o a mi Atari clónica; o a mi increíble Sega Megadrive; o a las máquinas recreativas… Porque, sí, aunque no tuviéramos internet, tabletas y/o móviles, también teníamos nuevas tecnologías; nuevas tecnologías de las que, por supuesto, en muchas ocasiones llegábamos a abusar de su uso de cinco en cinco duros, pero a las que jamás igualó el placer de lo analógico, en cualquiera de sus vertientes.

Pero lo único y verdaderamente cierto es que no recuerdo cuál fue el primer juego de mesa que me regalaron (¿tal vez un ajedrez?, ¿tal vez un parchís?). Lo que sí recuerdo –y no habrá tecnología pasada, presente o futura que cambiará eso– es el placer de sentarme en torno a una mesa, asumir el rol que me asignasen y viajar durante el tiempo que el juego transcurriese al mundo que me propusieran. Ese placer, que aún perdura, me he propuesto hacéroslo llegar. Si me acompañáis en esta aventura (estad convencidos de ellos), no os arrepentiréis.
Espero que, aunque fueras un padre-niño, hayas sido capaz de asumir el rol de padre-adulto que te he asignado por defecto y no tenerme en cuenta el sermón en forma de decálogo para padres-adultos.
Entonces, ¿me acompañas al maravilloso mundo de los juegos de mesa?