No acostumbro a publicar mi opinión a menudo en ninguna parte. En todo caso, no la opinión personal que vaya más allá de si un libro me ha parecido bueno o no, o de si una película vale —según mi cuestionable criterio— los ocho euros que cuesta la entrada al cine.
Pero cuando lo hago, cuando doy mi opinión abiertamente y, sobre todo, cuando la doy por escrito, es porque algo me motiva lo suficiente como para decidir que puede importarle a otras personas.
Hace unos días asistí al Club de Lectura Feminista de La Tribu que, en Barcelona, se hace en la Librería Malpaso, una vez al mes. Y, claro está, salió a colación el tema de Paula Echevarría. La actriz lanzó la semana pasada un discurso que me pareció bastante válido hasta que pronunció la —en mi opinión— lapidaria sentencia: «No es ser feminista. El querer ser válida, el querer tu trabajo y tu posición, además de querer a la persona a la que tienes al lado, no es ser feminista, es querer ser persona».
Precisamente, querida —o no— Paula, esto es ser feminista.
Grace Paley dice en su cuento / artículo ‘Ampliando los límites de la acción’:
¿Cuál es su definición de feminismo?
Cualquier definición debe emplear la palabra patriarcado. Si eres feminista significa que sabes que lo normal durante varios miles de años ha sido que los hombres se adueñen del destino de las vidas de las mujeres, y que eso no es natural. Es una forma antinatural de organizar la vida en la tierra. El feminismo no consiste en hacer una lista de prioridades y de opresiones, sino en exigir cambios a una escala aún mayor, situando las vidas de las mujeres en el mismo plano central que para la mayor parte de los radicales ocupan la clase o la raza, y mostrando cómo se relacionan.
Es bastante —muy— increíble cómo se puede ser tan concisa y clara en una definición. Es probablemente la definición más lúcida que he leído jamás del feminismo.
Porque aunque el discurso de Echevarría era bienintencionado, ha hecho más mal que el bien que han podido hacer diez libros feministas publicados este año —o 400, como acertadamente apuntó una de mis compañeras del Club de Lectura—. Porque a día de hoy es triste que no se haya entendido —o no se haya querido entender— aún que el feminismo no es el contrario del machismo.
Después de la definición de Paley no puedo añadir mucho más, pero me parece que mujeres como Echevarría, sin querer, tiran piedras contra su propio tejado. Todos entendemos que es una mujer que encaja perfectamente en los cánones de lo que la sociedad patriarcal puede asimilar como «mujer perfecta»: guapa, estilosa, coqueta, lista —pero no de una forma «amenazante»—, dulce… No hace, como Virginie Despentes, un discurso escrito desde «la fealdad, y para las feas, las viejas, las camioneras, las frígidas, las mal folladas, las infollables, las histéricas, las taradas, todas las excluidas del gran mercado de la buena chica», esto está claro.
Pero lo que debería quedar aún más claro es que ser mujer y no ser feminista es como ser homosexual y homófobo, o negro y racista. Una contradicción que tan solo hace que nos hagamos daño a nosotras y a las nuestras —madres, abuelas, hermanas, primas, hijas, nietas—, porque es muy fácil y bonito dejar que otras luchen por tus derechos, pero si has decidido no colaborar, como mínimo, no ayudes a caer.