España es una largo y doloroso compendio histórico sobre el desapego. Con diferentes autores y protagonistas, pero siempre con ese sentimiento presente en el imaginario de la población. Un estigma (o un regalo) que nos ha diferenciado del resto de Europa, tanto en idiosincracia como en el devenir de su historia.
Desde los íberos, que rechazaron a los romanos hasta que estos impusieron sus brutales métodos de “romanización”, pasando por el inicial rechazo a los musulmanes (que luego no fue tanto, pues aportaron una riqueza cultural importantísima) que desembocó en la Reconquista cristiana de la península, el trato a los indígenas de las Américas… Y así hasta llegar a nuestros días. Todos estos acontecimientos tienen un punto en común: el desapego al diferente, la incomprensión y por ende el consiguiente rechazo. Ese “odio al diferente” ha marcado la historia mundial, pero en España se ha convertido en un mal endémico, que se ha arraigado a lo largo de cientos de generaciones de tal manera que lo llevamos tan impreso en nuestra genética que ni siquiera somos conscientes de ello.
Yo también lo sufro, y en las últimas semanas me he dado cuenta de ello, tal vez llevado por dos acontecimientos que me están marcando más de lo que creía en un principio.
El primero, y del que hablé en otro artículo, es mi reciente afición por la desconexión durante los fines de semana. Estoy a mi aire, haciendo mis cosas, sin que nadie ni nada me interrumpa; es un sentimiento de paz enorme pese a estar en mi piso, en Barcelona, escuchando de vez en cuando el rugido de los motores o las voces de multitud de gente viviendo sus vidas. Pese al empuje urbanita, resisto el asedio desde mi particular torre. Al mismo tiempo, esa misma ciudad es la que ha provocado que mi desapego escondido y que todos los españoles llevamos en nuestro interior haya aflorado en las últimas semanas. Más adelante explicaré por qué.
El otro factor clave que da razón de ser a este artículo es un libro. Concretamente, un ensayo recién salido del horno, titulado ‘La España vacía’ (Editorial Turner, 2016), del escritor Sergio del Molino; un viaje a través del interior de España, el más aislado: un mar de nada en la que pequeños pueblos viven sus últimos días (o los vivieron años atrás) y que es una crónica de varias generaciones de nuestro país. Al mismo tiempo lo es de cada uno de nosotros, hijos, nietos o bisnietos del campo, el hogar primigenio y ahora abandonado. Por eso me he identificado tanto con sus páginas, en las que el autor explora el maltrato sufrido por el mundo campesino a lo largo de la historia. Una heterofobia, como él escribe, que nos ha diferenciado del resto de Europa hasta confeccionar tras el Franquismo (durante el cual se sucede lo que denomina El Gran Trauma) el mapa actual de la península: unas costas y grandes ciudades hiperpobladas y un país interior desolado, vacío y prácticamente muerto. Como muertos estaban los campesinos para los habitantes de las urbes; empezando por las cortes medievales hasta llegar a nuestros días, donde todavía se piensa en el hombre rural como “ese cateto analfabeto” del que lo único que se puede hacer es reírse de él. Es un ensayo magnífico, no perdáis la ocasión de leerlo.
Así pues los sentimientos de rechazo expuestos en el libro han hecho mella en mí, pero no hacia el mundo rural sino todo lo contrario.
Esta semana todo ha aflorado. El lunes a primera hora volví a conectar mi móvil. Estuve cinco minutos recibiendo notificaciones sin parar, vibrando y emitiendo molestos pitidos mientras me vestía, me lavaba la cara y me disponía a ir a trabajar. En el metro he constatado la poca libertad de la que gozamos, obligados a movernos por túneles como si fuéramos ratas, dentro de unas cajas alargadas de metal que nos pueden matar a la mínima que falle el sistema que las transporta. Mucha gente, conversaciones vacuas y rostros tristes; nada que ver con mi fin de semana en el que camino por la playa y me siento a leer en la orilla del mar.
En el trabajo escucho siete u ocho quejas antes de la primera hora. Estresante. Me molesta, me perturba y es cuando me doy cuenta de que estoy empezando a odiar la ciudad. El contraste que se produce entre mi vida laboral y la del fin de semana empieza a ser demasiado grande, una brecha que se abre ante mis pies y no sé si me hará caer. Soy optimista, no creo que eso suceda.
Así pues, me hallo inmerso en el desapego al cemento, a la urbe que aglomera demasiadas personas para que tengan su espacio propio. Uno de verdad, varios metros cuadrados para uno mismo más allá de las paredes que nos albergan a cada uno. Vivo en el desapego, no tengo problema en decirlo; no tiene por qué ser un sentimiento negativo, aunque ahora mismo pueda tener dudas. Pero es de ser humano agobiarse por el ajetreo, por la tempestad que viene después de la calma. Una calma que dura más de 48 horas y que el cuerpo entiende que es la ideal.
Pero entonces suena el despertador a las seis de la mañana del lunes y poco a poco tomo conciencia de la velocidad del mundo, de su endiablado ritmo que no me deja asentar mis ideas, sentir mis emociones. Lo acepto pero ahora entiendo lo doloroso que puede llegar a ser. En parte me alegro, porque ese desapego hará aumentar el valor de mi tiempo libre, de lo que era consciente pero que estas semanas está aumentando de tamaño e importancia.
Una de cal y otra de arena; a mis 30 años recibo una importante lección vital.
Hasta hace poco me creía inmune a eso que la gente llama estrés. Por diversos factores, mi día a día se me hace medianamente soportable y mi propia forma de ser apuntilla esa tranquilidad en la que se suceden los días en mi vida. Mi gen del desapego estaba desconectado y ese rasgo tan idiosincrático de nuestro país no me afectaba. Pero estaba latente y yo no lo sabía, en parte porque hasta ahora no había sabido identificarlo. Ya lo dice el refrán, «ojos que no ven, corazón que no siente»; ahora ya he abierto los ojos y puedo sentirlo. Aunque no me guste. Pero es parte de mi naturaleza, de la de mi vecino, de la de un andaluz o un gallego, en mayor o menor medida.
Parte de mi infancia acude a mi cabeza mientras escribo, recordando los domingos por la tarde cuando el atisbo del regreso al colegio me aterraba y convertía las horas previas a dormir en una especie de despedida dramática de no sé bien el qué. Ahora siento algo parecido, aunque sin duda mitigado por una vida (toquemos madera) que he aprendido a sobrellevar gracias a su sencillez y pequeños giros de suerte. No obstante, tengo derecho a sentir ese desapego por el ajetreo diario, por menor que sea en comparación con otras personas; sentir es ser, y, como he escrito antes, es algo que está también en mi naturaleza y no puede contenerse. Tarde o temprano ha de salir.
Sigo pensando que mi idea de aislarme de la hiperconectividad durante los fines de semana es una magnífica idea. Este finde lo he vuelto a hacer. ¿Por qué me siento así entonces? Es probable que mi cuerpo se esté adaptando a la certeza de su propia naturaleza; la de las dos Españas, la rural y la urbanita que tan bien explica del Molino en su ensayo, esa que forma parte de nuestros genes lo queramos o no, y que seguirá siendo esencial en nuestros comportamientos. Esa confrontación casi eterna, aunque no siempre por ambas partes, entre los “unos” y los “otros”. Blanco o negro, nacional o rojo, franquista o comunista. Cada uno de nosotros estamos impregnados de los dos bandos, sea cual sea nuestro origen. En mayor o menor medida. Lo sepamos o no. Lo queramos admitir o no. Somos urbanitas y somos campesinos, somos ricos y somos pobres. Y la cuerda tensa que une ambos mundos es la que sostiene nuestros pasos de funambulistas.
Porque España es y será una triste balada del desapego y nosotros… Nosotros somos sus herederos.
Fotografía: Tom Sartain ©