«Me tiene sin cuidado», «me la suda», «no me importa»; tres expresiones de cierto cariz egoísta —en realidad lo son mucho— que son prácticamente leitmotivs en la actualidad, señales de la sociedad de consumo exprés y postnihilismo que nos toca sufrir/soportar/aceptar.
No hace demasiado tiempo era un habitual del mercado de mi barrio. Todos los sábados, a primera hora de la mañana, me mimetizaba entre las ancianas con mi carro y mi cara de sueño. Compraba lo necesario para sobrevivir una semana: comida, accesorios de aseo e higiene personal y algún que otro capricho. Entrar en un mercado es algo parecido a parar el reloj del tiempo y darle cuerda para atrás, si no fuera porque se paga en euros se podría decir que vuelves treinta años al pasado.
En ese ambiente, cercano y sorprendentemente relajado, es habitual preguntar cómo le van a uno las cosas, cómo se encuentra tal vecina, si lleva bien aquella hermana lo suyo, si ya han arreglado los cuñados cierto trasiego que les preocupaba… hay una humanidad del preocuparse por el otro que va más allá del mero cotilleo —que lo hay, por supuesto— o una falsa amabilidad. No falta la impresión de ser protagonista involuntario de una obra teatral, una pieza coral que retrata el ambiente pueblerino durante una larga y soleada jornada de fin de semana. Saludos, sonrisas y apenas momentos incómodos. Quizás esté todo realmente impostado, pero da igual, porque parece natural y así se siente cuando estás entre las carnicerías, el colmado o las pescaderías abarrotadas de gente con el ticket en la mano esperando su turno.
El mundo exterior no es como el mercado. Por mucho que Rato se empeñe en asegurarlo («¡Es el mercado, amigo!», debe estar diciendo mientras va y viene en su celda), la sociedad está cerrada en el individuo y cualquier pregunta o interacción más allá de la propia persona tiene esa aura de postureo que impide creerse ciertas actitudes. Yo mismo, lo confieso, activo el piloto automático a la hora de “preocuparme” por ciertos devenires de gente con la que no tengo más remedio que convivir. Tal vez sería mejor no decir nada, porque hablar por hablar es una pérdida de tiempo y energía; sin embargo, en ocasiones el contexto te obliga a ser social para evitar futuras situaciones incómodas o que puedan dar demasiada pereza.
Sea como sea, yo abogo por la externalización del ambiente de los mercados. Unas pequeñas dosis de interés genuino por quien tenemos enfrente seguramente haría del mundo un lugar menos deprimente.