¿Necesitas poner el despertador una hora antes de tu hora para poder espabilar cada mañana? O, por el contrario, ¿eres de los que a la primera tanda de anuncios de El Peliculón está ya hecho mierda y te tienes que ir a la cama? Pues, calma, ni lo primero significa que seas un flojo o floja sin remedio, ni lo segundo que seas un viejales en las últimas.
Y aquí viene el porqué: todo está en tu ADN. No te martirices más, ríndete a la genética y vive con ello, porque nada puedes hacer. ¿O sí…? Y es que un grupo de investigadores de la Universidad de Leicester ha identificado, por primera vez, un grupo de genes (80 para ser exactos) como los responsables del comportamiento «gallo mañanero» o «lechuza», como ellos lo han denominado (en realidad, en el estudio a los madrugadores los llaman «alondras», pero a mí me gusta más traducirlo como gallo, que queda más chulo, ¿o qué?).
El estudio no se basa tanto en la diferencia de genes, ya que en realidad los dos tipos de individuos presentan los mismos, sino que las diferencias están en sus niveles de expresión y en el momento en que se activan y cómo. Por ponerte un ejemplo simple que lo entiendas: todos tenemos el mismo tipo de bombilla, la diferencia es cuándo le damos al interruptor. Unos andamos activados muy de mañana, y otros por la noche. Aunque bien es cierto que esto es simplificar demasiado, ya que uno de los datos más reveladores del estudio no es simplemente que exista un desfase temporal en la activación de los genes, sino que entre los «gallos mañaneros» y las «lechuzas», los mecanismos moleculares que llevan a la activación de uno u otros genes son completamente diferentes.
Como dato curioso, por si no estás familiarizado con los estudios de genética, los análisis no se han realizado primero en humanos sino que se ha estudiado uno de los modelos clásicos de la genética, extensamente utilizado en estudios de biología del desarrollo y cáncer por ser un modelo cuyos resultados son extrapolables prácticamente al 100% con humanos: la mosca de la fruta (Drosophila melanogaster).
La importancia del estudio radica en desentrañar las posibles disfunciones o alteraciones para nuestro organismo que puede tener lo que los investigadores han denominado como «lucha entre el reloj interno y externo». ¿Y esto qué es? Evolutivamente, nuestra vida a nivel fisiológico ha estado regida por los denominados ritmos circadianos: ciclos de luz/oscuridad, así como cambios estacionales, que determinan por ejemplo cuándo tu cuerpo sintetiza algunas hormonas: responsables de que tengas sueño, de que tengas hambre, de que produzcas algún tipo de vitamina, etc… Un ejemplo sería la síntesis de vitamina D durante las horas de día: sin luz solar, tu cuerpo no la sintetiza, comprometiendo tu desarrollo óseo así como afectando a los niveles de ánimo.
Así, el reloj biológico externo podría entrar en conflicto con el recientemente descubierto reloj interno (este grupo de 80 genes), y este conflicto podría ser responsable de muchas de las alteraciones fisiológicas que generalmente afectan a la población de manera distintiva y de la que se conocen los síntomas, pero nunca se llegó a tener evidencias de causas genéticas subyacentes. Ten en cuenta, por ejemplo, que en zonas del planeta como en España tenemos unas estaciones muy bien marcadas (olas de calor africano aparte), y unos ciclos luz/oscuridad bastante marcados incluso en invierno. Sin embargo, en otras latitudes, existen poblaciones enteras sujetas a inviernos extremos de total oscuridad, y veranos en los que el sol nunca se pone por el horizonte. O sin ningún tipo de estacionalidad. Estos grupos de individuos serían los más susceptibles a sufrir conflictos entre sus relojes interno y externo.
Gracias a este estudio, poder identificar dianas terapéuticas para intentar compensar estos desfases, de modo que se puedan generar tratamientos personalizados, está a día de hoy un poquito más cerca. Por lo pronto, ya sabes: mañana, tengas los genes que tengas, va a ser lunes de todas maneras, así que a acostarse tempranito.