Esta mañana he ido al ambulatorio. Las enfermedades comunes no tocan ahora, ahora que los días todavía son largos, aunque ya no tanto. Las toses, las gastroenteritis, las ansiedades, las dietas de adelgazamiento son para después, cuando se acaba el tiempo de las bicicletas y nos recluimos en casa con un colacao caliente y un perro fiero en la puerta. Y que no entre el pasado a robarnos. Estamos armados.
Los escaparates de Gran Vía se han pintado de negro. Se acaba el tiempo del lino blanco. Blanco y suave. Se acaba el tiempo de las novias que se casan ignorando que nunca y siempre no existen. Las novias volverán a ponerse botas. Botas negras con la punta de acero por si hay que pisar corazones y romperlos en mil pedazos. Quizá el corazón propio, pateado y saliendo disparado desde su pecho hasta el otro lado. Y no hay seguro que lo cubra ni taller de reparaciones. Hasta siempre.
Y esa señora que me ha sujetado la puerta con las uñas pintadas de granate con esmalte del todo a 100. A juego con esta España de marca blanca. Manos otoñales que tiemblan al asomarse por la ventana y descubrir que los días se acortan, que ya no hay novias y que muy pronto los barrenderos recogerán los corazones que se caen por las ventanas. Corazones marrones de mirar el pasado que nos roba.