Estoy cansada. Estoy cansada de la tiranía de la belleza. Estoy cansada de que se demonice a las gordas, a las delgadas. Porque detrás de todo eso no hay más que una demonización: la demonización de las mujeres.
Estoy cansada de esa palabra que se ha puesto tan de moda: gordibuena. Como si ser gorda y fea, o flaca, te convirtiera inmediatamente en mala o en menos válida. Estoy cansada de que se pueda “insultar” a las delgadas y que esté socialmente permitido decir cosas como «a esa lo que le hace falta es un buen cocido», como si por estar delgada tu autoestima estuviera hecha a prueba de golpes. Y no es así. La tiranía de la belleza nos afecta por igual a todas, porque las industrias que se alimentan de nuestro amor propio —o, mejor dicho, de la ausencia del mismo— sólo pretenden que sigamos un dogma: sé quien no eres.
Estoy cansada, muy cansada, de que nos hablen de los gustos de ellos —que si ellos las prefieren así o asá—, como si siguiéramos necesitando su aprobación para sentirnos bonitas.
La realidad es que la belleza no se puede medir y, por fortuna, es tremendamente subjetiva. Me atraen hombres y mujeres, incluso sin conocerlos, por algo que se escapa a lo tangible. No son sus caras ni sus cuerpos ni sus sonrisas ni sus cortes de pelo. Va más allá. Es un no sé qué inexplicable y maravilloso que todos irradiamos, pero que no todos perciben. La única palabra que se me ocurre es kavorka (cosas de ‘Seinfield’).
Me gustan Keira Knightley y Nadine Labaki. Me gustan Alberto San Juan y Nikolaj Coster-Waldau. No me gusta que se nos bombardee constantemente con mensajes contradictorios que nos hacen sentir pequeñas y débiles. No me gusta que tengamos que ser quienes no somos para contentar no sé muy bien a quién ni, sobre todo, porqué. Todos somos así, perfectamente imperfectos. Y eso no me cansa.
Fotografía: Chö ©