Hemos crecido con la televisión puesta y la promesa de una tarde de cine bombeando nuestra esperanza. Parte de lo que somos es eso, lo que vimos desfilar ante nuestros ojos en la pequeña o en la gran pantalla.
Recuerdo que, de niña, pasé unas vacaciones de Navidad viendo a Rocky todo el tiempo. La primera, la segunda, la tercera, la cuarta… La quinta todavía no la teníamos, pero llegaría pronto. Había algo en ese personaje que me impedía despegarme de él. Hay algo en ese personaje que todavía hoy hace que no pueda desprenderme.
Uno de mis sueños era viajar hasta Philadelphia, subir corriendo las escaleras del Museo de Arte, buscar la estatua del boxeador, rendirle mi pequeño homenaje. Escribo era, porque es una de esas cosas que ha pasado al cajón de los sueños cumplidos (que no sé muy bien qué se hace con ellos, pero esa es otra historia). Hace unas semanas, con un calor asfixiante y los nervios latiéndome en las sienes, llegué hasta allí.
Las gafas de sol se encargaron de disimular que los ojos me brillaban más de la cuenta mientras la cabeza me iba a mil por hora. Eché a correr, sí. Subí esas escaleras con una mezcla de emoción y vergüenza y, al llegar arriba, levanté los brazos. No sonó ‘Gonna Fly Now’ más que dentro de mí y nadie se dio cuenta de que, con la boca cerrada, yo estaba gritando el nombre de Adrian. Pero pasó. La imaginación hizo que pasara.
Y así cumplí lo prometido a la Pilar niña y descubrí que, pese a todo, ésta sigue estando por ahí, en algún sitio entre el estómago y las costillas. Que a lo mejor son las películas con las que crecí las que se van a encargar de que no se vaya nunca. Las que nos mantienen donde algún día estuvimos y nos preparan para esos lugares en los que estaremos.
¿Cuánto de lo que somos es cine? La respuesta me la dio mi hermano: casi todo.