Desconexión

Este fin de semana he hecho un pequeño experimento, o por lo menos lo he intentado con más o menos éxito. El desafío era el siguiente: pasar todo un fin de semana sin conectarme a las redes sociales. Quería comprobar hasta qué punto dependemos de algo tan artificial como Internet.

El plan pasaba por salir de trabajar el viernes y, a partir de entonces, no hacer caso del móvil (con puntuales vistazos al Whatssap por temas familiares). Así pues la desconexión incluía toda la tarde del viernes, el sábado y el domingo. Hacía tiempo que me apetecía el reto porque todo indicaba que sólo me aportaría beneficios, sobre todo en lo que se refiere a la productividad, porque es llegar el fin de semana y me convierto en una pequeña ameba que apenas hace nada de provecho, gracias a la combinación de mi aversión social y una vagancia innata.

Era el momento de comprobar si podía cambiar esa tendencia.

Viernes tarde

Salí de trabajar y ya en el metro dejé el móvil en el bolsillo. Cogí el libro de la mochila (‘El día del Watusi’) y le di un buen empujón hasta que llegué a casa. Comí un poco de sopa (porque llevaba toda la semana con un resfriado que derivó en otra infección de muela del juicio y su correspondiente bloqueo de mandíbula; una larga historia que tal vez explique en otra ocasión) recalentada de la noche anterior, que es como mejor sabe, con un poco de arroz que había en un tuper perdido de la nevera. Entre cucharada y cucharada cortita y patética de sopa iba viendo la televisión; sólo la iba a poner en horas puntuales y sólo si emitían películas que valieran la pena. Después de terminar anuncié mi intención de desconectarme de las redes durante todo el fin de semana. Nadie me respondió, tal vez era una buena señal.

El resto de la tarde, hasta el anochecer, lo pasé leyendo lo que me quedaba del libro (en realidad es la segunda parte de una trilogía) y al terminar cogí otro que había cogido de la biblioteca (‘Vida de familia’, de Akhil Sharma: la historia de una familia hindú que emigra a Estados Unidos y cuyos sueños se verán convulsionados por el desgraciado accidente de uno de sus dos hijos), más pequeño y que cuando quise darme cuenta lo llevaba por la mitad. Decidí parar y mirar el reloj: todavía no eran ni las nueve de la noche. El móvil yacía en la mesa, y lo miré con la intención de echar una ojeada rápida. Pero vi venir el error y me abstuve de hacerlo, sólo miré el Whatssap, apenas tres segundos. El teléfono regresó a su sitio, sólo accesible para casos de emergencia. Sin embargo creo que caí y escribí algún que otro tuit, no lo recuerdo. Pero la comparación con mi actividad habitual daba cuenta que por el momento el experimento iba bien encaminado. De nuevo miré el reloj y fui consciente de que todavía había tiempo de sobra para ver una película e ir a dormir a una hora razonable (hace mucho tiempo que no salgo de fiesta, no me apetece y apenas lo disfruto). La primera parte del experimento se saldaba con un más que satisfactorio resultado.

Sábado

Tengo una virtud, o un defecto, y es que siempre madrugo los fines de semana. Con esa rutina me levanté cuando apenas pasaban las ocho de la mañana. Después de un café con leche de avena, todo un descubrimiento, agarré el libro que tenía por terminar y lo devoré con ansia porque la historia enganchaba por su sencillez y el estilo literario del escritor. Después, coincidiendo con la lectura de la última página de la novela, despertó la cuota familiar que tocaba disfrutar (y que, como comprenderéis, es de ámbito privado). Pasó la mañana y a partir de las tres de la tarde volvía a tener todo el tiempo libre del mundo.

Encendí la televisión para ver si echaban alguna película interesante, pero como siempre la sobremesa era de lo más soporífera, un mejunje catódico ideal para echarse unas siestas antológicas. Con la pantalla en negro salí de casa para dar una vuelta, por el mero placer de desentumecer un poco las piernas. Nada más plantarme en la puerta una nueva señal que parecía querer hacerme ver que la desconexión implicaba un encierro en el piso. Me quedé un buen rato observando por la puerta cómo diluviaba en cuestión de minutos, con granizo incluido que teñía por unos momentos el suelo de un color blanco. Regresé escaleras arriba y encendí el ordenador.

Teclée y teclée sin parar, con la lluvia como sonido de fondo y el calor de mi gato en el regazo. Ocurre un fenómeno curioso, y es que cuando consigo evadirme de las distracciones, y en aquella ocasión era el objetivo principal del experimento, me vuelvo muy productivo. Ese efecto debería validar por completo el experimento; pero lo importante de la prueba era poner a prueba mi dependencia de Internet.

Descubrí para mi sorpresa que había progresado mucho más que durante la semana entera, y para cuando dejé de escribir para descansar la vista miré muy orgulloso mi trabajo. El teléfono seguía sin ser tocado. Mi cabeza pedía un poco de alivio, momento que aproveché para hacer el ganso un rato con mi gato. Las actividades gatunas me distrajeron demasiado y no sé bien por qué decidí que mirar el teléfono para ver si alguien me había escrito entraba dentro de la lógica del experimento. Pero como todos los vicios resulta muy difícil ponerle líneas rojas, y terminé mirando Twitter y Facebook algo más de cinco minutos, lo que me pareció demasiado pero, de nuevo, comparado con el tiempo que suelo pasar enganchado a la pequeña pantalla, era apenas un parpadeo en todo el fin de semana.

Enganché una película genial en una cadena de televisión de Barcelona que tiene una programación cojonuda (mucho mejor que la cacareada Paramount Channel, de capa caída y con un catálogo irrisorio) y terminé el sábado con otra de mis grandes aficiones. La noche era cerrada y mi cuerpo demandó de nuevo descanso.

Domingo

Otro madrugón productivo, que suelen ser siempre así pero que enmarcados en el fin de semana experimental todavía lo parecía más. De nuevo aproveché las dos primeras horas del día para leer, seguramente mi mayor vicio en pugna directa con escribir, mientras esperaba a que mi vida privada tomara el mando del domingo por unas horas.

Otra vez la tarde entera para mí solo, un privilegio que no pocas veces valoro. Dediqué todo el día a seguir escribiendo y leer a ratos, alternando ambas faenas según las ganas que tenía. De nuevo cayó la noche y creí oportuno dar uso a mi videoteca, en la cual todavía tengo películas pendientes. Así, entre escena y escena de western llegó la hora de hacer el balance final del fin de semana.

Sin apenas mirar el móvil (salvo contadas excepciones y pequeños pecados) fui capaz de leer una novela, escribir más y con mejor ritmo que a lo largo de la semana y todavía tener tiempo para ver películas y comulgar sin problemas con la vida familiar. Así pues la valoración no puede ser mejor que PERFECTA.

De hecho estoy escribiendo este pequeño artículo a última hora del domingo, antes de cenar. La propia sinergia de mi productividad me ha llevado a ello.

Solo me queda decir, malandrines, que probéis al menos una vez la experiencia de estar todo un fin de semana sin apenas conectarse a Internet: veréis que todo mejora de manera exponencial.

Por mi parte, este ha sido el primer fin de semana de desconexión de muchos que vendrán en el futuro.

Fotografía: Pilar Cámara ©

bluebird Comunicación
bluebird Comunicación
bluebird Comunicación
bluebird Comunicación

Dejar respuesta

Please enter your comment!
Please enter your name here

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.