Enseñanzas básicas para la vida cotidiana. Observo distintas formas que parejas de a pie resuelven sus pequeñas rencillas. Por ejemplo, un matrimonio vecino mío pasea hacia arriba y abajo el alargado y estrecho —como un chicle al que se le tira de los extremos— callejón de marismas que habitamos. Les suelo saludar, siempre que nuestras velocidades lo permiten. Me sonríen de corazón y me devuelven el saludo; amables. Luego siguen caminando y discutiendo, moviendo un poco las manos de vez en cuando. Los imagino llegando calmados a casa en la fría tarde de enero y tomando chocolate caliente en la chimenea, rebosando éste de las tazas al sentirse tan rodeado de felicidad y buen hacer. O Anita y yo, que los resolvemos pintando cuadros. Hace ya tiempo que descubrimos el truco. Nos instalamos al sol en el porche, resguardados de todo viento e influencia, y pintamos como locos en silencio durante horas, sólo hablando para admirar con ímpetu los manchurrones del otro. (El boceto es ella en el sillón del coche, medio de espaldas.) Acabamos sudando a chorros, con bastante material y muchísima tranquilidad. Otro ejemplo —último— es una pareja de taiwaneses jubilados que aparecían en ‘Blue on the face’, que es una película de Paul Auster. Decían resolver sus problemas conyugales jugando al bádminton. Presumían de jugar de forma implacable y cruel y luego, el resto del día, decían tratarse con cariño y comprensión —guardando cualquier pequeño rencor para la cancha. Quizá he ahí el origen primario del deporte. Una simulación de la vida salvaje nomás.