La última vez que tuve un sueldo que se acercara a los 800 euros tenía 21 años. Y era pluriempleada. Trabajaba en varios sitios a la vez, más de dos. Después del Erasmus y vinieron las prácticas no remuneradas de la Universidad; creo que ese fue el momento en que dejé de ser persona para convertirme en becaria.
Los becarios somos una clase social que se queda a medio camino entre los que tienen toda la vida por delante y los que ya están viviendo sus vidas. El becario está condenado a ser becario estos días. Es ese dulce que todos los empresarios quieren comer. Es una representación más amistosa de los negros fuertotes de siglos pasados, esos que hacían todo el trabajo sucio sin cobrar, sin derecho a exigir o siquiera quejarse. Es más, el becario está obligado a sonreír, porque todo CEO quiere un clima agradable en su oficina.
Con estas, me cambié de oficio y empecé a trabajar de camarera. Oye, que al menos cotizo a la seguridad social y cada año me devuelven unos euritos en la declaración de la renta. Además, no tengo que sonreír si no me toca estar en la barra. ¡No está tan mal!
Pero yo no vine aquí a hablar de precariedad, eso ya lo cuentan en la tele. Vine a hablar de las circunstancias que nos llevan a donde estamos porque, aunque la vida es azarosa, no todo es casual.
El asunto es que hace unos cuantos meses fui víctima de la temida crisis de los 25, pero a los 24. Decidí un par cosas que cambiarían el rumbo de mi vida y me llevarían a donde estoy:
La primera fue que no pasaría otro invierno entero en la fría y oscura Europa. Esto lo decidí mientras caminaba por Budapest, una tarde de invierno a la sombra de esos edificios que llevan la guerra pintada en sus fachadas.
La segunda, algo más trascendental, fue que no sabía qué quería hacer con mi vida y no me bastaba con lo que se suponía que tenía que hacer: volver a España o irme a alguna otra ciudad europea a buscar un trabajo de redactora o community manager por un sueldo digno o, en el caso de este nuestro país, un sueldo sin más.
Al final cumplí los 25 haciendo cálculos de mis posibilidades. Es difícil decidir qué rumbo tomar cuando decides no hacer lo que hacen los demás. Imagínate la incertidumbre y las cuestiones filosóficas que me llegué a plantear: ¿Quién soy? ¿A dónde voy? ¿Qué quiero? ¿Cuál es el sentido de todo? Responder a esto es como montar un mueble sin el libro de instrucciones: chungo que te cagas.
Pero aquí estoy yo ahora, meses después, observando mi adaptador de enchufe universal mientras escribo que decidí irme a Australia a ver qué se cuece en la otra parte del mundo. He convertido mi vida en una apuesta y yo voy all in.
Hala, ¿Australia? ¿Tan lejos? ¿A qué?
Me voy a vivir, pero no a vivir a Australia como quien se traslada para empezar a construir algo, una vida, en otro sitio. Me voy literalmente a Vivir, ¿entiendes? No sé exactamente qué implica eso, pero sé que no necesariamente es un trabajo profesional y una vida organizada. Voy a sentir, a crear una experiencia, a trabajar también. Voy a aprender más inglés, a descubrir gente, a viajar todo lo que pueda, a comer carne de canguro. No pongas esa cara, allá es lo más común.
En definitiva, voy a averiguar de qué va todo esto de existir, porque yo quemé el manual de instrucciones que me dieron en el cole y me voy a construir como me dé la gana. Y esto no significa que huya de este país, de la crisis, o la precariedad: escapo de la vida que no quiero tener.
Y con esto, lector de Murray Magazine, inauguro mi aventura australiana. Te invito a que me acompañes aquí de tanto en tanto.
Fotografía: Holly Lay ©