[Tragos amargos] Cerrado por vacaciones

tragos amargos

Amaneció como un domingo más. Un domingo cualquiera en su agenda corroída por la incertidumbre. Había perdido la cuenta de los días que amaneció con esa sensación de aplomo que le hundía en el fondo de la cama y las tinieblas. El calor sofocante del verano pegaba su cuerpo consumido por el delirio nocturno a las sábanas, maniatándolo. El sudor corría por su frente en una catarata de emociones que no podía ubicar en su memoria, saturada por la melancolía y la tristeza. En su caja de resonancia, siempre retumbaban los temblores de un pasado imaginario que se empeñaba en recrear una y otra vez, en una proyección ilusoria de la película de su vida. Tan irreal que sólo podía distinguir las sombras chinescas del paso del tiempo.

Se levantó de la cama con el impulso de la guadaña en su nuca. Como un resorte, se puso en pie con paso tembloroso, intentando esquivar los fantasmas que desfilaban ante él en mortuoria procesión. La luz del sol apenas lograba traspasar las persianas de su alma ensombrecida por la resaca de la noche anterior. Se movía como una marioneta movida por los hilos invisibles del fatalismo. En la fiebre del nihilismo, el vacío se agarraba a su estómago entumecido por el alcohol con la fuerza de miles de sanguijuelas hambrientas de carne y vísceras. En ayunas, seguía deambulando por la estancia como una hoja mecida por el viento. Sin rumbo. Sin horizonte. Tenía que salir de la jaula de grillos que ensordecían su raciocinio. Se estaba encerrando una vez más en la cárcel de sus pensamientos fúnebres. A pesar del calor estival, su mente sufría escalofríos invernales. Su torrente vital se congelaba por las baja temperatura de su ánimo.

Vestido con las primeras prendas que encontró, se lanzó a la calle saltando los escalones del edificio. Era una huída hacia delante. No sabía por qué, pero tenía que salir de allí. Escapando de la jaula de sus pensamientos esperaba encontrar algo de aire fresco donde poder desplegar de nuevo las alas. Sabía que las seguía teniendo, pero apenas las sentía, entumecidas por la tristeza.

Ya en el exterior, dirigió sus pasos hacia uno de los lugares que siempre le daban cobijo. Uno de tantos otros en los que encontraba un taburete donde sentarse para ahogar las penas en mensajes cifrados de su libreta corroída por las emociones intensas. En el camino, intentaba ordenar los pensamientos con rectitud marcial. No quería ninguna deserción. Los quería listos en formación, dispuestos a salir al campo de batalla en cuanto sonara el toque de corneta. En la trinchera, sus ideas se encogían por la humedad y el barro. Sentencias con pie de trinchera que después no serían útiles en el combate cuerpo a cuerpo. La lluvia de obuses sobre su cabeza había horadado su mente hasta convertirla en un paisaje lunar.  Su torpe caminar amenazaba tormenta, sólo necesitaba encontrar refugio una vez más. Sólo una más. Necesitaba desnudarse otra vez. Quizás la última.

Al llegar a la puerta se encontró el lugar cerrado. Un cierre metálico impedía el paso al espacio donde podía descargar sus emociones. El cartel de cerrado por vacaciones se interponía entre la vida y la muerte ¿Qué podía hacer? ¿Dónde podría descargar la pesada mochila que portaba desde hacía ya tanto tiempo? Abatido, se sentó en el suelo de granito, mientras el sol le abrasaba los ojos cubiertos de lágrimas.

No podía más. Su cuerpo y alma magullados no podían resistir más golpes en el hígado. En ese instante, un anciano pasó por delante de él, cubriendo la luz que le perforaba la retina. El olor a vino tinto barato inundó el espacio entre ambos. «La taberna de la vida siempre tendrá una cuenta abierta para ti… y esa nunca cierra», le susurró velozmente, al tiempo que se alejaba calle abajo del infierno dominical. Le reconoció inmediatamente. Era el viejo Charles. Aquel del que tanto había oído hablar entre las tinieblas. Se levantó y se dirigió al primer comercio que encontró abierto. Compró una lata de cerveza y abandonó el escenario del crimen con paso tembloroso. Se sentó en la plaza donde escribió por primera vez. Lo había olvidado hasta entonces, pero la primera vez que grabó en tinta sus emociones fue allí, en ese mismo lugar, al aire libre. Una suave brisa le acarició el rostro. Escuchó por primera vez en el día el sonido de los pájaros que revoloteaban a su alrededor. Su alma se templó por fin. El termostato vital funcionaba de nuevo. Abrió la cerveza y se puso a escribir nuevamente. Sintió que su cuerpo y mente comenzaban a soltar lastre.  Sintió que volvía a ser él. Por fin pudo desplegar las alas. Volvió a volar. Voló como nunca antes lo había hecho. El cielo sobre su cabeza nunca cerraba por vacaciones. Siempre abría para él.

La ilustración que acompaña a este artículo es de Daniel Crespo.

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