Existe una creencia —demasiado extendida en la actualidad— que convierte las cenas de empresa en una especie de obligación a la diversión. Por un lado tenemos la obligación: ir a una cena en la que te encontrarás con esa persona del trabajo que no soportas —y con la que jamás entablarías una conversación en tu tiempo libre— no es plato de agradable degustación. Por el otro lado está la diversión, porque esas cenas tienen que convertirse en la mayor fiesta de la historia. Sí o sí.
Es por eso que a mí no me gustan estas celebraciones, sobre todo en lo que concierten a la parte que obliga, que convierte un acto que debería ser voluntario en un deber social de cuyo incumplimiento derivarán comentarios negativos e incluso, en ocasiones —y eso lo he escuchado yo de conocidos—, consecuencias en el propio trabajo. Demencial. Es otra muestra más de la deriva en la que naufraga nuestra sociedad al dar valor a lo que no tiene tanto y despreciar lo que en realidad debería ser más preciado. Pero ese es otro tema.
El modus operandi de las cenas suele seguir unas pautas muy concretas, que vienen a ser las siguientes:
- Beber mucho, antes de comer, durante y después. En grandes cantidades para olvidar lo antes posible que estás con algunas personas que no te caen bien.
- Hablar de temas cuñados. Siempre: fútbol, política, machismo y religión. Si se sale de esos debates la gente comienza a poner caras extrañas, como de bebés que se acaban de cagar en los pañales.
- La única excepción al punto anterior es un ‘Sálvame’ exprés en el que se sacan trapos sucios de los compañeros, chismorreos y cualquier anécdota que pueda parecer graciosa. Radio patio en su máxima expresión.
- Comer todo lo que sirvan, y si puede ser aprovechar que el de al lado ya va mamado para ir picoteando de su plato sin que se entere: el objetivo es reventar o echar la pota nada más salir del restaurante.
- Terminada la cena, buscar el antro más infecto del barrio para seguir bebiendo y hacer el cafre con la excusa —asquerosa, por cierto— que reza «lo que pasa en las cenas de empresa, se queda en ellas». Es el momento más patético de toda la noche y cuando descubres hasta que punto puede denigrarse ese jefe que parecía un sargento.
Viendo el panorama no es de extrañar que, a mi alrededor, en mi grupo de conocidos y amistades, cada vez se estile más declinar el asistir a semejantes ejercicios de decadencia que no aportan absolutamente nada positivo. Todo lo contrario, puede terminar desembocando en un grave problema a la vuelta al trabajo.
Las cenas de empresa las carga el diablo, lo ha hecho siempre pero ahora soy lo suficientemente misántropo —hablaré largo y tendido sobre ello en otro artículo— como para negarme a ir sin que me suponga un problema.
Hacedlo y pasad la noche en compañía de gente a la que apreciáis de verdad, veréis el error en el que habéis estado incurriendo desde hace demasiado tiempo.