Aunque nos neguemos a admitirlo, muchas veces tenemos la mente en blanco. No pensamos, no estamos ejercitando nuestras neuronas o simplemente no tenemos nada que decir. «Mi cerebro siempre está pensando mil cosas que hacer», esa frase tan de moda en la actualidad, es una falacia como una casa. De no ser así terminaríamos desquiciados.
Existe la creencia actual, alimentada un poco por todos, que exige la actividad total durante todos los días de la semana, todas las semanas del año, todos los años de nuestra vida; que si no estamos haciendo algo —cuanto más cool, mejor— estamos desperdiciando nuestro tiempo, no vivimos la vida y somos poco menos que unas almas en pena. La gente te mira con cierta condescendencia, con lástima, como si fueras una persona que ha perdido su lugar en el mundo y no tiene claro qué quiere hacer con su futuro.
Permitidme que rechace categóricamente ese mantra.
Nos puede suceder —esos momentos que llamaríamos coloquialmente de empanamiento— estando entre amigos, que de repente no hablamos, miramos fijamente esa copa de cerveza; pero no la estamos viendo en realidad, simplemente posamos ahí la mirada sin más.
En otras ocasiones, por ejemplo, si estamos en la cama descansando un rato: boca arriba, dejamos que el cerebro se frene y se ocupe únicamente de sus funciones básicas —mantenernos vivos, hablando claro— hasta que volvemos a la acción. Puede pasar, incluso, que nos quedemos dormidos. ¿Y qué? Si lo hemos hecho es que nuestro cuerpo lo demandaba.
Sea cual sea la circunstancia en la que nuestra cabeza decide tomarse un respiro, desde el exterior pudiera parecer que eso es síntoma de aburrimiento, de estancamiento, de futilidad. Pero, ¿acaso el aburrimiento no es necesario? Sin él, la diversión no tendría baremo, no se diferenciaría y perdería su atractivo: ser lo opuesto al aburrimiento, precisamente.
Divertirse, bajo mi humilde punto de vista, está sobrevalorado. Como tantas cosas en nuestro tiempo, se ha sobredimensionado para convertirse en un negocio con el que ganar dinero. El aburrimiento no genera ingresos, nadie se lucra a costa de que la gente no haga nada —tiempo al tiempo, por otro lado—, con lo cual no interesa que esa no-actividad ocupe un espacio más en nuestras vidas. Al contrario, hay que estar ocupado siempre, haciendo cosas —que generan dinero— y sin parar. Y eso es agotador. Pero es el modus vivendi actual, y la gran mayoría de la población se ve arrastrada a esa carrera frenética que ni tiene meta ni deja ver el circuito por el que se está corriendo.
El ser humano está hecho para elaborar juicios de valor en base a una referencia, a un baremo. En base a una contraposición, a una némesis. Si eliminamos ese factor opuesto, el juicio carece de sentido y todo pierde su significado. Si terminamos por abolir el aburrimiento, por desterrarlo de nuestra existencia, no seremos capaces de disfrutar de esos pequeños momentos que lo contrastan y que conforma la diversión junto a todos sus derivados.
Porque el aburrimiento es más importante que la diversión, ya que lo primero es el caldo de cultivo para que lo segundo surja. No al revés. La dualidad, aunque con ese orden, hace que ambos aspectos existan. Se necesitan mutuamente. No puede haber movimiento sin quietud, blanco sin negro, luz sin oscuridad.
Alguien, millones de años atrás, empezó a hacer cosas que le resultaban divertidas porque se moría de aburrimiento. Y todavía más importante: empezó a hacerse preguntas. Y ahora, en nuestro momento más esplendoroso en muchos aspectos, corremos el riesgo de perder la capacidad de perder el tiempo, de bostezar, de desconectar nuestro cerebro para que surjan nuevas conexiones.
No matemos el aburrimiento, o moriremos de diversión.