Be accountable. Es el lema, el mantra, la clave y la respuesta. Los trabajadores siempre lo han sido, medibles, desde la revolución industrial y el mecanicismo, un obrero es una pieza cuantificable en tiempo y resultado. Pero en plena era postrevolución de la información es totalmente obligatorio en todos los aspectos, porque los medios permiten medir absolutamente todo, las llamadas, los costes estructurales, las previsiones, las extrapolaciones, forecast, outlook, targets, year over year… son términos que a cualquiera que trabajen en una multinacional le sonarán. Big Data que mide y almacena mis compras, me conoce mejor que yo mismo y me tienta a cada momento con lo que sabe que me gusta. Todo ello mejora los resultados de las compañías, impulsa nuestro sistema, mueve nuestro mundo. Mejora los resultados exponencialmente aun a costa de ansiedades, miedos y anginas de pecho. Olas de dinero frenadas apenas por trincheras de ansiolíticos. Farlopa para subir y orfidal para poder cerrar los ojos. Nada ha cambiado desde las ofrendas a Metrópolis, solo se ha perfeccionado.
Pero, ¿y cuando ese ansia de control se traslada al terreno personal? La necesidad de control es algo consustancial al ser humano y se ve en los estadios más puros de nuestra existencia; los niños y los ancianos necesitan tener todo controlado, les desestabiliza sobremanera algún cambio importante de rutina. Desde la más remota antigüedad hemos consultado a adivinos y oráculos y hemos confiado en religiones que nos tranquilizan sobre la seguridad en aspectos tan transcendentes como la otra vida. En lo más profundo de nuestro ser anida un terror a lo impredecible, tal vez consecuencia de la íntima certeza de nuestra soledad e insignificancia. Un terror al determinismo del azar que, sin embargo, a base de golpes, activa nuestra, tal vez, mejor capacidad para la supervivencia: la adaptación extrema al medio del ser humano. Y así nos hacemos adultos, y aprendemos a convivir con lo inesperado, a soportar muertes y rupturas, despidos y ruinas. Nos caemos, nos levantamos, jugamos a ser dioses en nuestro pequeño mundo y, tal vez, con suerte, conocer algo parecido a la felicidad.
Ahora mismo, el gran auge, el gran producto, es trasladar esa medición exhaustiva del mundo empresarial a nuestro propio cuerpo. Pulseras y dispositivos de todo tipo que cuentan nuestros pasos, miden nuestro ritmo cardiaco, vigilan nuestro sueño, controlan nuestras calorías. Nos aconsejan, nos miden, nos miman y nos cuidan para que nuestro cuerpo obtenga los mejores resultados, como una empresa bien engranada. Para evitar problemas médicos, para dormir mejor, follar con ganas y comer con hambre las acelgas que nos recomienden, por eso de las calorías y las grasas.
Parto de la base de que, igual que ni tengo e-book ni tendré nunca, no me pienso encadenar a una pulsera medidora de estas hasta que un galeno me lo imponga, pero pienso que mis reflexiones pueden ser igualmente válidas. El control es una droga; como todas las drogas, es un refugio, un refugio frente a esa imprevisión, frente a esa incertidumbre, un puerto que nos devuelve a las seguridades infantiles de tenerlo todo bajo control. Y, como todas las drogas, siempre pide más, y, como todas las drogas, tiene sus sombras, bastante densas además. ¿Hasta qué punto no generará todavía más ansiedad el ver que los parámetros no son los adecuados, por ejemplo, para irse a dormir? No tienes el ritmo cardiaco adecuado, no has comido en la cena lo que te conviene, no has desconectado el cerebro con la suficiente antelación… sería cómico, en su trágica paradoja, una noche de insomnio debida, precisamente, a la ansiedad de no haber cumplido con los mandados del omnisciente complemento.
El ser humano es complejo. Un animal complejo. Un ser vivo, con sus necesidades en cada etapa, en la que va prevalenciendo una sobre la otra. Si en la infancia necesitamos la seguridad, poco a poco, como hemos visto, se va activando nuestra capacidad de adaptación. Si en la infancia, básicamente, gozamos, en la edad adulta deberíamos de valorar más aún esos momentos de placer, que se van perdiendo. Ese control desmesurado de nuestro propio cuerpo mata completamente esas dos capacidades adultas, la del goce y la capacidad de adaptación. ¿Cómo reaccionará esa gente esclava de las mediciones corporales ante uno de los muchos imprevistos con los que nos suele sorprender nuestro ser? También puede que se pierda con esto la relación con nuestro propio cuerpo, que seamos dos entes cada vez más diferenciados, mente y cuerpo, con un tercer invitado a la mesa, una batería de baremos que, como amante recién descubierto, deslumbra y va arrinconando al viejo amor dentro del que nacimos, nuestro cuerpo. La naturaleza es más sabia que todos esos artilugios, y hay que saber escuchar al cuerpo, sus dolores, sus achaques, sus sensaciones, sus luces y sus sombras. Y, así como de pequeños nos trastoca una nueva enfermedad (de nuevo la capacidad de adaptación), de mayores ya nos conocemos un poco el uno al otro, y sabemos cuando nos va a doler la rodilla, cuando nos va a sentar mal algo, hasta donde podemos llegar y hasta donde no, y cuando tenemos que acudir a un médico … a que nos mida y nos supervise, y nos trate y nos repare. Aprendemos a vivir con él, y también a gozar de él y con él. ¿Cuántas endorfinas liberarán unas alubias y un chuletón con un buen vino, terminando por unas filloas y un patxarán, café y un cigarro y una buena conversación? ¿Cuánto vale eso frente a los kilos de colesterol que nos hemos metido? Seguro que haría explotar las alarmas de cualquier pulsera de goma roja con un chip … y yo lo vería con una sonrisa de oreja a oreja. «Todo lo que me gusta es inmoral, es ilegal o engorda», que cantaban Pata Negra… compartid eso en la red con sonrojo, adoradores de lechuga romana enganchados a los niveles cardiacos para un sueño tranquilo.
Llegados a este punto, y para terminar, voy a citar al gran John Steinbeck, en el maravilloso ‘Viajes con Charley’, donde ya en Estados Unidos, en los años 60, a años luz de estas modernidades de las que estamos hablando, pero con mucho adelanto sobre nuestra España de polvo y toros, ya se atisbaba esa corriente de control y cuidado extremo. «He vivido siempre violentamente, bebido desmedidamente, comido demasiado o nada en absoluto, dormido veinticuatro horas seguidas o pasado dos noches sin dormir, trabajado demasiado duro y demasiado tiempo sintiéndome en la gloria o haraganeando en la vagancia absoluta una temporada. He alzado, cortado, arrastrado, escalado, he hecho el amor con alegría y aceptado mis resacas como una consecuencia, no como un castigo. Mi mujer se casó con un hombre, no veía ninguna razón por la que hubiese de heredar un bebé. Y no estoy dispuesto a cambiar cantidad por calidad en mi vida. Veo a tantos hombres demorar sus salidas por una resistencia torpe y enfermiza a abandonar el escenario. Es teatro malo, además de mala vida». Muy sabias palabras de un genio que nos dejó a los 66 años. Cantidad frente a calidad. Y si lo escribió el gran John, deberíamos de hacer caso al viejo, para, tal vez, recoger, algo de felicidad en el cedazo del descontrol.
Fotografía: Shan Sheehan ©