Anika, cinco años y un millón de razones

Tiene sólo cinco años —los cumple hoy, llegó y convirtió el día 22 de junio en una fiesta— y yo un millón de razones para amarla. Es mi compañera, mi amiga, un ser de luz que se me coló entre los brazos, que ya no saben ni quieren vivir sin ella.

Me enseña, cada día, qué es lo que de verdad importa —casi nada— y con una mirada es capaz de demostrarme cuánto le importo —casi todo—. No existe maldad en sus entrañas, ni siquiera sabe qué es el mal, y tiene más empatía que la mayoría de las personas que conozco. ¿Animal? Jamás escuché un insulto tan absurdo.

Más allá de los sentimientos, desde que la conozco me río el doble, o el triple, que antes. Porque es muy graciosa, primero, y tremendamente torpe, después. Ella sola es capaz de llevarse por delante un bolardo de la calle, tropezarse con sus propias patas al mirar fijamente a otro perro o caerse del sofá cuando está profundamente dormida. Y yo me muero de risa. Sin parar. Tanto que le perdono hasta esa faceta acusada de chantajista emocional profesional.

Que me voy a la calle y la dejo en casa, ella me acompaña hasta la puerta y baja la cabecita casi hasta rozar el suelo o se asoma detrás de una puerta entornada poniéndome ojitos. Y da igual que sólo baje a abrir el buzón, al volver, siempre, tendré una fiesta en forma de bestia parda correteando por el pasillo moviendo su rabito a mil por hora.

Nadie te quiere como te quiere un perro. Nadie. Porque ellos no tienen mierdas en sus mochilas y, si las tienen, saben que lo único que importa es el aquí y el ahora. Eso es así, el único libro de antiayuda que de verdad podría ayudar tendría que escribirlo uno de ellos.

Hace unos meses le diagnosticaron displasia avanzada y se me cayó el mundo encima, porque si alguien se merece no sufrir es ella. Después recordé aquella noche en urgencias con una bronquitis, aquella tarde en la que se comió una aguja, la sarna, los puntos en la pata, esa tarde en la que desapareció en el Parque del Oeste dejándome el alma congelada, cuando se quedó tan delgada que perdió mucha masa muscular y nos temíamos lo peor… Juntas pudimos. Juntas podremos. Porque cuando nos conocimos le hice una promesa, al oído: «A partir de ahora, pase lo que pase, cuidaré siempre de ti», sin saber que sería ella quien cuidaría siempre de mí.

Dicen que los perros se parecen a sus dueños, yo quiero pensar que, poco a poco, me voy a pareciendo a ella. ¡Feliz cumpleaños, Anika!

bluebird Comunicación
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