La recepcionista de la residencia, de grandes ojos claros, me indica dónde puedo encontrar a mi abuela. La diviso, flanqueada por dos auxiliares de geriatría uniformadas de un blanco refulgente. Me la llevo del brazo, sintiendo las miradas clavadas en mí —como se miraría a una desconocida que un buen día secuestra a una anciana a la vista de todos— justificando con una sonrisa nerviosa a todo el que me mira: «Soy su nieta. Sí, sí… soy su nieta», porque mi abuela está desorientada —ya no me reconoce de primeras— y tengo que agarrarle la cara con las dos manos y mirarle muy de cerca a sus ojos medio ciegos y hablarle, casi gritando, en el «oído bueno». Recorremos el pasillo hasta la sala de estar sorteando sillas de ruedas y carros de la limpieza. Nos sentamos un poco alejadas de Alejandra, la chica que juega con los ancianos para mantener su psicomotricidad. Pregunto a mi yaya: «Cuántas amigas tienes aquí, ¿no?» y Chelo, otra de las trabajadoras, que pasa como una exhalación inmaculada, me responde por ella: «Bueno, ¡un montón! ¡Aquí somos todo mujeres!». «¡Anda que si un día montáis una huelga y no venís…!», aventuro. Chelo, de repente, me hace un gesto raro. «¿Y quién iba a atenderles?». Se refiere al corro de mayores, algunos en sillas de ruedas, otros dormidos, otros activos como niños, en cuyo centro está Alejandra. Es verdad: son casi todo ancianas.
Pienso muy a propósito en Carolina León y en su libro ‘Trincheras permanentes. Intersección entre política y cuidados’. Pienso en este texto, que no ha dejado de resonarme:
La revolución es una cosa muy complicada, es verdad, pero más complicado aún es enfocar qué retaguardias concretas sostienen la revolución, qué cuidados habilitan o qué política es capaz de trascender en las vidas de quienes la producen, cuando se cuida a otros. O, desde otro punto de vista, qué demonios pasa con esas retaguardias cuando todo parece en calma. Un día se juntaron, a ver si se entendían, dos grupos de ideas aparentemente separadas: política, militancia, activismo, organización, que iban por un lado, y reproducción, vida, cuidados, afectos, sostenimiento, que venían por otro. Y tenían cosas que decirse. Sobre todo tenían cosas que preguntarse.
En el libro conocemos —entre otras— la historia de Antonio, que dejó todo para dedicarse a cuidar ancianos en una residencia. Diviso a un chico joven, muy moreno. Otro compañero suyo se mete en la sala de rehabilitación. Pero no hay muchos más —al menos en la planta baja—: el centro de día parece un terreno vedado a hombres. Pregunto dónde están los Antonios aquí y una chica que se parece a Vilma, la de Scooby Doo, me dice: «Pues es que esto es vocacional, es entrega… y sacrificio… Esto es como meterse a monja. Y como a las mujeres se nos da tan bien cuidar, acompañar»… Para cuando me despido de mi abuela, ya me ha dicho tres o cuatro veces que si me va bien el trabajo, que si me he casado ya. Que me case pronto y que la vida sola es muy dura. Que ella ha criado a cuatro hijos y a cuatro nietos y que después de toda la vida trabajando ya es un estorbo. Me estremecen sus manos, que han pastoreado, limpiado y planchado para ricos; que no pudieron aprender a escribir, que sólo aprendieron a firmar con un rayajo. Hasta no hace tanto —cuando aún veía— ella zurcía, cocinaba, iba a la compra y se hacía unos roetes fabulosos con su pelo sedoso que le llegaba hasta la cadera.
Mientras venía hasta aquí he visto un anuncio solitario en una farola: un chico brasileño que se ofrecía para cuidar ancianos y enfermos, pasearles, pasar las noches con ellos o hacer tareas domésticas. Unos metros más allá, una parada de autobús está repleta de anuncios —algunos de ellos medio arrancados— de mujeres que se ofrecen para los mismos puestos. Españolas, rumanas, bolivianas, ecuatorianas, serias, muy responsables, con experiencia, se ofrecen por horas para limpieza o cuidado de niños y ancianos, buenas referencias, papeles en regla. Cuento por lo menos 16. Me acuerdo de otro libro: ‘Permiso de residencia’, de María Fernanda Ampuero. Pienso que las marquesinas son balcones donde se airea la precariedad, donde una vende o alquila por horas sus manos, rápidas y ágiles para planchar cuellos, empuñar una fregona, dar meriendas o frotar con un estropajo. Raquel (29) es filóloga y cuidar a dos niños (500 euros por 80 horas mensuales) es su nómina “negra”. «No conozco chicos cuidadores, supongo que será porque una chica da más confianza, ¿no?, por lo de los abusos. Y porque nosotras somos más limpias y ordenadas. Bueno, al menos así es como tienes que venderte». ¿Faltaría a su trabajo el 8 de marzo? «Qué va, yo no me arriesgo. No es por el dinero: la mujer [para la que trabaja] no creo que me lo descontase, pero le hago una putada. Si ella no puede recoger a sus hijos, ¿a quién se lo encarga? Seguramente a una vecina o amiga, ¿no?, o a alguna otra… y ya le “mete el marrón” a otra mujer. Tampoco puedo decirle que justo ese día tengo que ir al médico o que estoy enferma porque no quiero mentir. ¿Mentir sería válido para hacer huelga?», me pregunta, como si yo tuviera todas las respuestas. Mientras pienso qué decir, finaliza: «Además, si es una huelga para mujeres, ¿no se supone que tenemos que ayudarnos entre nosotras? De eso va el feminismo, ¿no?, de hoy por ti y mañana por mí. No sé si el fin justifica los medios». Luz (58) tiene cuatro hijos y dos nietos. Dejó su país de origen para venir a cuidar niños, limpiar culos o lo que surgiera. «A mí me molesta mucho que me digan “la chica de la limpieza”. Primero porque no soy una chica, soy una mujer. Segundo, porque no limpio: yo cocino, yo plancho, yo voy con los niños, le saco el perro a la señora, yo le hago la compra». Le cuento sobre la huelga y me dice: «Si no trabajo un día, no me lo pagan. Y yo necesito el dinero. La verdad, yo no sabía de mis derechos. Yo tengo suerte porque tengo papeles, pero si una no está lista para el trabajo, aunque tenga papeles, la botan». Si hay algo tan triste como no tener derechos es tenerlos y desconocerlos.
Marta (33) es madre soltera de Guille (10), que desde que nació ha sido criado a partes iguales por ella y por sus padres: los abuelos. Ahora es fija discontinua en una empresa, pero con un contrato que le genera unos ingresos realmente mínimos y tiene que “rascar” de donde sea, así que a veces plancha por horas y ha abierto un pequeño negocio particular que de momento se mantiene. «Yo me sumaría a todas las huelgas. A la laboral, a la de ir a clase si estudiara, también a la de mi propia tienda. Ese día cerraría, no haría encargos, no contestaría pedidos». Suele tener la agenda a tope y no quiere abandonar la danza, su pasión, pero también cuida niños cuando le avisan. Está pendiente del móvil por si la requieren como cuidadora, y entonces cualquier otro plan ha de postergarse. Confiesa que ni siquiera conoce a los niños a los que cuida. No los ha visto. «La madre los deja acostados y mi trabajo es ver la televisión… estar ahí por si se levantan o necesitan algo». Por esto le pagan seis euros la hora en riguroso “negro”. En el trabajo “legal”, 5,25 euros. ¿Cómo se compatibiliza la crianza de un hijo con la destrucción de empleo que venimos viviendo desde que estallara la crisis? «Cuando trabajaba lo cuidaba yo misma, vivía conmigo. Mis padres me ayudaban. Ahora lo hacemos todos, porque desde que me quedé sin aquel trabajo que tenía, que era bastante bueno, he vuelto a vivir con ellos».
Mi madre (62) vendió sus manos por horas durante muchos años. Mi madre estudió, trabajó, crio y cuidó…y dejó de estudiar y de trabajar para poder criar y cuidar.
Los abuelos. Esa figura, ese comodín. Tengo casi grabados a fuego estos párrafos de un artículo de Paloma Bravo, ‘Las calles, otra vez’:
Ejércitos de hombres y mujeres […] bajan al metro a las ocho. La ciudad se los traga y los escupe hacia las seis. […] A las cuatro, cuando acaban los colegios, la calle se llena de abuelas. Esta ciudad no existiría sin abuelas: recogen niños, les dan la merienda, les cargan la mochila, los escuchan, los consuelan. […] Quizá habría sido más realista proponer un día sin abuelas [que una huelga general feminista]. Un día de niños abandonados en la puerta del colegio. Niños sin besos. Niños sin merienda.
[…] A mí me educaron en la igualdad (la igualdad como base para construir cada uno su diferencia). Conocía la teoría, el esfuerzo de tantas mujeres, las renuncias de mi madre, el sentimiento de culpa… Lo que no sabía es que la práctica la seguiríamos suspendiendo treinta años después.
Alba (33), madre de Gema (5), no ha oído nada de huelgas ni sabe qué es o qué no es el 8 de marzo pero habla de su madre como lo más sagrado, para ella y para su hija. «Si no hubiera sido por ella, yo creo que no habría podido con la niña. Tengo depresión crónica y a veces creo que no puedo ni levantarme, pero tengo a mi madre ahí en el wasap. Para lo que necesite. Ella me entiende; mi padre también, pero va más a su bola. Se la lleva al parque, al cole… y las dos tan contentas. Y yo lo agradezco. También te digo que las amigas son fundamentales, sobre todo si también son mamás. Tengo suerte porque nos hemos juntado tres. Aquí [en otra ciudad española] hay mucho más paro que en Madrid y sólo pude pagarle la guardería medio año. El resto del tiempo, ¿qué haces con la niña? No es sólo porque sólo tenemos un sueldo [el del marido]. No todo es tema de dinero. Es sentirte tan sola, incapaz de darle una atención [a la niña] porque estás rota y cansada. Es dedicarte a hacer cursos para ocupar tu tiempo y creer que te formas y te consuelas pensando que te servirá de algo, mientras intentas disfrutar de ver cómo la niña crece. Mi madre se entiende mejor con mi hija… lo es todo para mí. Antes de tener a Gema también lo era, pero ahora me está dando la vida de nuevo». Rosa —que evita revelarme su edad con una sonrisa—, con dos hijos y una nieta, subraya que nunca se ha gastado dinero en una guardería («siempre llevaba a mis hijos conmigo: a hacer la compra y a donde fuese») y que le parecen absurdos los géneros y los roles asociados. De hecho, me cuenta, en la crianza de sus hijos casi se implicó más su marido que ella y, además, su suegro cosía. «Por supuesto que he hecho más huelgas y haré huelga si me toca trabajar ese día. Tenemos que luchar por nuestros derechos; que tenemos pocos, pero tenemos. Si en España dejamos de trabajar todas ese día, se para el país». Justo lo que dice el eslogan. Pero asegura: «Yo no me considero feminista. Yo soy una mujer con ideas, eso sí, y una de ellas es que el hombre es igual a la mujer [sic]». Maijo (52) ha criado a sus dos hijas casi por su cuenta y confiesa que «en los momentos más duros nosotras estamos solas. El 75 por ciento de la carga lo lleva la mujer», aunque, reconoce, «mi marido me ha ayudado [sic]». No dice cuánto, si mucho o poco: dice “me ha ayudado”. Me mira muy seria para asegurarse de que escribiré que dejó su trabajo «con un bombo de cinco meses» para dedicarse a sus hijas. No es optimista con respecto a la huelga: «Nunca he hecho huelga, yo las huelgas las hago en solitario, por mi cuenta, a ver si me entiendes. El 8 de marzo se reivindica a la mujer, pero no vamos a sacar nada en claro. Sólo sé que, si haces huelga, pierdes dinero. Al menos, en la tele, lo que he visto son muchas contradicciones. Con lo de no ir a comprar no tengo ningún problema». Termina definiéndose como una funeraria: «Servicio permanente 24 horas: para ser madre, para currar, para todo. Y lo que trabajas en casa no está pagado».
Teresa (30), filóloga y un montón de cosas más, friki del japonés y loca por los libros, está informada de la huelga casi por completo: lo único que desconoce es que las estudiantes también están convocadas. «No sé si considerarme estudiante, realmente soy doctoranda. Pero claro que haría huelga si fuese a clase». Aprovecha para contarme que en las carreras de letras «las alumnas somos mayoritariamente mujeres» y que en Filología Hispánica la mayoría de asignaturas invisibilizan a las autoras, hasta tal punto que un antiguo profesor “inventó” una asignatura llamada ‘La mujer escritora’. «Queriendo salir de la opresión nos estamos haciendo visibles, pero también nos estamos marginando, autoexcluyendo», opina. Tiene una discapacidad física y comenta lo complicado del acceso al empleo: «Se espera que un discapacitado tenga muy poca formación. Por otro lado, de entre la poca oferta que hay para un discapacitado con formación, casi nada tiene que ver con “lo tuyo”». Si trabajase, ¿haría huelga? «Por supuesto. Las mujeres somos la mitad de la población, minusvalorada y despreciada. Se nos acusa de que somos demasiado combativas, pero sólo buscamos la igualdad de derechos». También cita a Hélène Cixous, en ‘La risa de la medusa’: «Habíamos caído en un letargo, pero estamos despertando».
«Nunca he hecho una huelga», me dice una estudiante veinteañera que sale de la biblioteca; me hace un quiebro y sigue su camino. Pilar (18) estudia Ingeniería Matemática y tampoco ha hecho ninguna huelga, pero sí está dispuesta a secundarla ese día. Sabe de la convocatoria por los carteles que ha visto en la facultad y por su grupo de amigas. «Si ese día faltan las profesoras y el personal, que sería más o menos la mitad, el ritmo se paralizaría. Antes no había mujeres en las facultades y ahora sí podemos estudiar; es una buena manera de reivindicar nuestro papel», opina. Además de todo lo anterior, la huelga llama a abstenerse de consumir durante 24 horas. «Claro que haría ese “parón” y no compraría nada. Y creo que habría repercusión en el mercado. Por cierto, los políticos deben darse cuenta de que [los productos de higiene femenina, como compresas y tampones] no pueden llevar la “tasa rosa”», concluye.
Ana Isabel Bernal Triviño, periodista y profesora de la Universitat Oberta de Catalunya, piensa sumarse a la huelga en ambos trabajos (se sumó al manifiesto publicado en ‘lasperiodistasparamos’, que ya registra más de 5.000 firmas), «pero tengo una persona a mi cuidado. Cada una debemos ser conscientes de nuestras limitaciones. No todas van a poder hacer huelga, y eso no significa que sean menos mujeres o que no la apoyen», explica. Para ese día prevé «un contrataque del machismo en las redes sociales más fuerte que otros días y nuestro discurso tendrá que ser más unido. Me gustaría que los medios no ocultaran la huelga como algunos sí hicieron el año pasado, y que reflejaran que estas reivindicaciones no son un enfrentamiento de sexos, sólo estamos en contra del machismo y patriarcado: es una protesta contra la desigualdad. Tenemos que empezar a considerar de forma seria que lo personal es político. No sé si la abstención de consumo será de 24 horas, aunque estaría bien. Muchas compañeras están empezando a desarrollar una visión económica feminista. Creo que la huelga tendrá mucha visibilidad e impacto y que significará un antes y un después en torno al desarrollo. Pero pongo en duda que haya cambios significativos: todavía falta muchísimo por luchar. Creo que es bueno que las nuevas generaciones, la nueva militancia, se acerquen al feminismo sin estigmas», finaliza.
Me puedo conectar con las protagonistas de esta huelga en pocos clics, pero al final apenas necesito wi-fi para encontrar las historias que busco: las mujeres están en los barrios, en sus trabajos, en sus propios negocios, en sus casas, en la calle, en cualquier círculo. No tengo más que preguntar y me sorprende la disposición general a manifestarse: como si estuviéramos en un speaker’s corner y todas quisieran contar sus historias. Me gusta que muchas me digan que no quieren hablar porque no saben pronunciarse sobre el tema, como A., que lleva un pequeño negocio online y tiene dos niños. Me gusta que me digan que aunque tengan las cosas claras que no saben qué harán ese día, como C., que es profesora interina. Me gusta la honestidad y las personas que admiten vivir en una contradicción. Me gusta que el feminismo no sea un dogma sino un modo de vida y que constituya una escala de grises para que cada quien elija el que le guste. Despentes escribió en ‘Teoría King Kong’ que hay mujeres que huelen a sexo y otras a la merienda del niño que sale del colegio y me gusta que todas paren para demostrar que son víctimas de un sistema que, a todas luces, discrimina. Me quedo con ganas de preguntar a otras: expatriadas, trans, prostitutas, voluntarias, desahuciadas, activistas, artistas, emprendedoras, becarias. Quedan cuatro días para la huelga. Y yo vuelvo a Paloma Bravo:
[…] “Que se note que no estáis, que se note vuestra falta. No vayáis a trabajar, no consumáis, no generéis tráfico en las redes”
La idea era desaparecer. Que el mundo se diera cuenta del desastre de perder la mitad (¡y esa mitad!)
Como todo lo absoluto, desaparecer era imposible.
La ilustración principal es de Manu Jurado ©
Algunos nombres del texto han sido modificados para preservar la identidad de las protagonistas.
Pues estoy muy de acuerdo y lo apoyo totalmente…
Me ha encantado. Cuanta verdad hay en tus palabras..esta muy bien representada la realidad de nuestros días en todos esos casos que narras y muy bien escrito. Enhorabuena