Llegó la treintena, esa década clave en la evolución de una vida, según la cual se tienen los hijos, se consolidan los trabajos y se asientan los cimientos de una madurez posterior.
Tal vez fuera así en otras épocas, años atrás, pero por suerte ya no es así.
Servidor se cuenta entre los que por el momento el hecho de cumplir años no supone trauma alguno, más allá de las bromas que se pueden hacer al respecto. No me gusta personalizar, pero reconozco que lo llevo mucho mejor que la gran mayoría de los de mi generación, los recién llegados a esa edad.
¿Qué supone cumplir treinta años?
Es probable que el primer impulso inevitable sea compararnos con nuestros padres, cuya treintena dista muchísimo de ser la misma que la nuestra, tanto en su inicio como en su posible continuación. En mi caso particular mis padres llegaron a la treintena con un hijo (yo) y otro en camino. Ese es el primer punto de ruptura generacional: ni tengo ni espero tener hijos, un asunto peliagudo de tratar (sobre todo en debates con amigos) pero sobre el que tengo una opinión muy formada y tajante. Por suerte mi pareja opina igual que yo. No tengo madera de padre, no me veo cuidando de un pequeño ser humano tan frágil que no dormiría por las noches preocupado porque todo lo que le rodea es mortal y amenazante. Menudo estrés, no podría soportarlo. ¿Quiere decir eso que repruebo a quienes los tienen? Para nada, pero hete aquí el punto divergente entre nuestros padres y nosotros: ya no es tan poco habitual que alguien a los treinta no tenga hijos ni los desee. He hablado con los míos (mis padres y también mis tíos); reconocen que en su época no era lo más común, y hasta cierto punto estaba mal visto o provocaba comentarios (que si tiene problemas, que si algo oscuro tiene…), un factor que en la actualidad no se da.
Puede que sea sólo mi caso personal, pero me huelo a que es generalizado. Sigamos.
La paternidad tardía o no buscada nos enlaza al siguiente punto disruptivo intergeneracional: la elongación de la juventud (entendida como la vida de soltero, o previa al asentamiento familiar). Queremos ser eternamente jóvenes, vivir sin preocupaciones hasta más allá de lo que nuestra vista divisa, viajar, tener aventuras, amores en cada puerto, fotografías inolvidables (maldito Instagram…), millonarios antes de quedarnos calvos… son tópicos que ilustran lo que se vive hoy en día, un “síndrome de Peter Pan” constante e uniforme a lo largo de los años. ¿Quién no querría ser forever young? Lo puedo sentir en mi propia piel, se palpa en el ambiente y se ve a nuestro alrededor: la búsqueda insaciable de un elixir que nos empuja a retrasarlo todo. También los hijos. Porque ellos son el acontecimiento que marca el fin de una etapa y el inicio de otra. Antes ocurría en la treintena, esa década que estreno y de la que no espero tal cambio. Ni lo quiero.
Tengo compañeros y compañeras de colegio que ya disfrutan de sus retoños, viendo colmadas sus aspiraciones o sueños sin tener por ello que renunciar a otros de los que ya disfrutaban antes. Este pequeño artículo en el fondo sólo es una llamada al respeto para quienes en nuestro libre ejercicio de las libertades individuales preferimos no tener descendencia.
Vayamos al meollo de la cuestión: ¿es egoísmo no querer tener hijos? Lo pregunto porque varios conocidos me lo han insinuado (hasta echado en cara), lo cual me ha molestado y decepcionado a partes iguales. ¿Acaso he llegado a una edad en la que debo amoldarme a unas obligaciones sociales que creía que eran opcionales?
Continuamos para bingo.
Sin que lo que vaya a decir suene a generalización, opino que soy mucho más responsable admitiendo que no valgo para ser padre que muchas otras personas que tienen hijos cuando no están ni por asomo preparados para ello: estos casos (que bajo mi experiencia no son aislados) acarrean una serie de problemas y dramas que me producen mucha lástima. Es por ello que me enerva que alguien pueda decir que mi actitud ante la paternidad es la equivocada o que actúo con egoísmo.
Puede que me esté desviando del tema. Regresemos a la senda.
Apenas hace mes y medio que llegué a la treintena. No soy como mis padres, ni pretendo serlo. No tengo alma de progenitor. Tengo entradas. ya no puedo comer tanto como lo hacía sin sufrir consecuencias. A veces me duelen las rodillas. Algunas series que veía no la conocen los niños. Necesito otra revisión de la vista. Las canas aumentan en mi barba (y el pelo que aún conservo). Entiendo algunas cosas de las que mis padres hablaban cuando era un niño. Desvarío en mis propios artículos (no me lo tengáis en cuenta).
¿Estoy chocheando? No, aún es pronto…
Te paras a pensar y es cierto… 30 años son algo, mucho más de lo que creemos. Te lo dice el propio suceder de las cosas, lo doloroso que es en ocasiones empezar a ser consciente de que tiempos pasados nunca regresarán: el tiempo se nos escurre entre los dedos y notamos cómo lo hace.
Ah… la treintena es una losa. O no… Bah, en el fondo 30 años no son nada.
Fotografía: Andreas Levers ©