Suena el despertador y M se levanta. No ha dormido mucho, prácticamente nada, porque la celebración de la Nochebuena se alargó hasta bien entrado el amanecer. Mira el reloj y comprueba que en efecto apenas ha estado tres horas en la cama.
En el exterior escucha los tímidos sonidos de una ciudad que despierta poco a poco, pero sin el ajetreo de la rutina: es Navidad y se nota esa calma de los días festivos.
La familia ya está desayunando cuando M se sienta en la mesa. Agarra un trozo de turrón de la noche anterior y se lo lleva a la boca. Está más bueno que horas antes. Alguien está barriendo el confeti y los restos de una fiesta familiar que celebró que otro año más se puede reunir en unas fechas tan señaladas pese a que algunos de ellos y ellas viven fuera.
«¿Ya habéis ido a votar?», pregunta M con la boca llena. No quiere ser el primero en hacerlo ni tampoco el último. De reojo mira el reloj para reafirmar que sigue siendo temprano para el día de Navidad.
«¿Para qué?», responde su hermano. Vive en Alemania y siempre se quejaba de que no podía votar por correo; ahora que está en el lugar y en el momento adecuado, su falta de pasión sorprende a M, aunque no demasiado. «No merece la pena votar, volverán a tirarlo a la basura como las dos veces anteriores», sentencia.
Nadie replica porque asienten en silencio. Piensan lo mismo, igual que los vecinos, igual que tantas personas en la ciudad. Igual que tantas personas en el país. Las encuestas durante semanas han reflejado una tendencia a la abstención que puede ser histórica, por mucho que los políticos se han repetido hasta la saciedad en movilizar el voto. «Para qué», dice el hermano de M. Para qué tanto trajín. Para qué escuchar las mismas mentiras uno y otro día. Primeras elecciones, paripé y convocatoria de unas segundas elecciones. Resultados parecidos y vuelve a girar la rueda. No se ponen de acuerdo (¿cómo lo van a hacer si no saben dialogar?) y nueva convocatoria. Son las terceras pero M tiene la sensación de que siempre ha sido así: de convocatoria a convocatoria y tiro porque me toca. Nadie gobierna pero siguen ganando dinero a costa de los de siempre. «El país será un caos», dicen los políticos, y ese caos no parece llegar. Tampoco la mejoría, pero muchos se han hecho a esa triste idea.
M sale a la calle, camino del colegio electoral. Sabe que será el único de su familia en votar; lo hará en blanco porque no le gusta ningún político ni mucho menos sus programas electorales, irrealizables e inflexibles. Ni siquiera se sentarán en una mesa, demasiado pendientes de no perder sus chiringuitos y pequeñas redes clientelares. Demasiados favores por devolver.
En la calle apenas hay gente. Es un día suave para tratarse de diciembre y se ven pocos abrigos. Una melancolía impregnada en el aire de quienes se aventuran a votar, eso es lo que M percibe en el ambiente del colegio. Apenas hay votantes, algunas personas mayores y pocos padres con sus hijos disfrutando de los juguetes que Papá Noel les ha traído la noche anterior. En la mesa electoral se encuentra con un antiguo compañero de colegio.
«Vaya faena», le dice M. El compañero tuerce el gesto, asintiendo con resignación. «Para faena la de estar votando cada seis meses», se queja. En la mesa los otros sonríen y asienten. Todo el mundo está muy quemado y cada vez lo dice con la boca más pequeña.
Por la noche se hacen públicos los resultados: de nuevo el baile de escaños es mínimo, nada ha cambiado. Todos los políticos salen con caras extrañas, por primera vez empiezan a no saber cómo mostrarse ante un público que sabe que la broma está durando demasiado. En casa de M la familia apenas presta atención: si lo ven es por una extraña tradición, una costumbre que a falta de mayores estímulos sirve de punto final a un día de relax.
M se acuesta con una extraña sensación en el cuerpo, aquella que se tiene cuando se hacen esfuerzos que no llegan a ningún sitio. El país se ha convertido en la gigante piedra de Sísifo: esa noche del día de Navidad está a punto de llegar lo alto de la ladera, y a partir de entonces se inicia la larga caída.
Fotografía: Jouni Latvatalo ©