Advertencia: Este artículo puede herir su sensibilidad, si es que conserva usted alguna.
El teléfono móvil ha evolucionado enormemente, desde aquellos prototipos que venían con un hombre alto, de americana italiana y gafas de sol polarizadas, que portaba el maletín del que colgaba el auricular. Incluso, como culmen de esta carrera, millones de personas lloraron el deceso de Jobs cuando la muerte de otros millones en África no saca ni una lágrima, mucho menos una resolución de condena.
Como accesorio, hemos alcanzado el nivel en el que los complementos, con los que adornar este simpático dispositivo, abarcan una gama cromática digna del ropero de Paris Hilton. Como extensión vital de la persona, también abarcan todas las tonterías que pueden caber en su cerebro. O en el nuestro, que no será tan distinto.
Tan necesario se ha vuelto nuestro teléfono móvil, o celular como gustan de decir en latino, para tejer esa personalidad digital que algunas consideran más importante que la personal, que ha superado a sus hermanas mayores, las tablets y otras computadoras personales. Las innovaciones de las redes sociales, algunas diseñadas para ser utilizadas desde las hasta ahora reducidas pantallas, han jugado un papel muy alienador en este sentido.
Una sociedad tan estúpida, como para volcarse de semejante manera en el universo virtual, debería ser gobernada por el despotismo que encarna, esa manía ideal de crear un paraíso artificial, un universo ajeno al universo, una realidad falsa. Eso es lo que ocurre: nos merecemos el gobierno que tenemos. Y es que somos… no, perdón, usted es estúpida, y de lo estúpida que es, lo es por partida doble.
Ahora que hablamos claro, aguante el chaparrón que usted, y solo usted, se merece.
Es usted una persona estúpida, en primer lugar, por lanzarse a la vorágine de noticias, reportajes, documentales, e-mails, tweets, eventos de Facebook, feeds y otras porquerías resumidas, reeditadas y manoseadas por saber quién, y además hacernos creer que maneja usted información veraz y real. Pensará que su vida es buena, al compararla con otras.
En segundo lugar, es usted una persona estúpida por no saber que es ignorante. Ser ignorante, al contrario de lo que piensa, no es alguien que no sepa algo, sino quién reconoce que no lo sabe. Esto, desde muy antiguo, ha sido considerado el principio del camino de la sabiduría. Pero ya sé que eso, a usted que ya lo conoce… todo, le importa igual que un pimiento frito.
Y en tercer lugar, le recuerdo que usted es cómplice de la esclavitud, exterminios y agresiones sexuales de buena parte del mundo. En el Congo, sin ir más lejos, a finales del 2012, algunas organizaciones cifraban en 48 las violaciones sexuales por hora, 400.000 en todo el año, principalmente a mujeres y sin importar su edad: una incómoda consecuencia de que la pantalla de su celular reaccione, cuando ponga el dedo sobre ella, o se encienda su televisión plana.
Seguramente, comenzó antes de que usted naciera, añadirá usted. Pero lo ha mantenido con su silencio y sus compras, sus llamadas de Navidad o Año Nuevo y sus interminables conversaciones por WhatsApp. ¡Qué diablos! Hasta el cristianismo reconoce que las generaciones cargan los pecados de sus progenitores, no se arrugue ahora.
Si pensaba que el haber pagado dinero por la mercancía, le confería una inmunidad propia del inocente comprador, como si realizara una tarea tan frívola y rutinaria como respirar, lamento repetírselo: es usted estúpida.
Ciertamente, necesitamos que haya alguien que nos arranque de nuestra estupidez. Personas como Ramón Lobo, uno de los primeros en relatar la miseria que produce el coltán, o Gemma Parellada, otra intrépida persona en un continente oscuro (y no solo por el color predominante de piel), o medios críticos como las webs de 20Minutos.es y Vice.com, han roto el silencio tejido sobre los «minerales de sangre«.
Pero no solo son necesarias personas que digan lo que ocurre de verdad. También es preciso que, quienes oigan el mensaje, no estén tan embadurnadas de la soberbia que produce el creerse las dueñas del mundo. Admitir que no sabemos la verdad última de las cosas es el primer paso para informarse, es decir, formarse interiormente, y decidir con criterio.
Este no es el único mineral que utilizamos, bajo la sangre de cientos de miles de personas, en el primer mundo “civilizado”. Pero es uno muy bueno para empezar a demandar cambios, a reclamar que otro mundo sea posible. Si espera usted que las cosas se resuelvan solas, no hará más que darme la razón.
Es el momento de dejar de ser estúpidas.