Conoce primero los hechos y luego distorsiónalos cuanto quieras
– Mark Twain-
Lo que anunciamos se ha cumplido. Era fácil de prever. La entrada en vigor del acuerdo entre la UE y Turquía el pasado 20 de marzo anunciaba que las primeras deportaciones de refugiados en territorio comunitario se realizarían de manera casi inminente. Se ha cumplido pero, ¿a costa de qué? ¿de quiénes? Sólo en 2016, 1232 personas han muerto en el Mediterráneo intentando alcanzar las fronteras de la Unión Europea. Migrantes y refugiados luchando por la supervivencia a quienes condenamos a la ruleta rusa del mar. Sal en las heridas de quienes huyen de conflictos interminables y el hambre, la mayor guerra de todas. Humans Rights Watch asegura que «las autoridades griegas apresuraron el inicio de las deportaciones desde Chios y Lesbos para conseguir cumplir con la fecha anunciada, algo que ha llevado a que se cometan irregularidades y violaciones de derechos humanos». ¿Nos lo podemos permitir? ¿Hemos abandonado ya definitivamente la idea de la Europa Social?
El proyecto que debía situar a Europa en la vanguardia de los derechos humanos en el mundo tras la II Guerra Mundial hoy vive la mayor crisis de refugiados desde ese conflicto y le ha dado la espalda. Triste paradoja. 1263 personas reubicadas en la UE en siete meses, mientras 13.000 continúan atrapadas en la frontera entre Grecia y Macedonia y 10.000 niños y niñas se encuentran en paradero desconocido, dentro de la propia UE. El caso de España es especialmente sangrante: 18 personas reubicadas, de las 16.000 a las que se comprometió el gobierno de Mariano Rajoy hace menos de un año. Otra triste casualidad. Las cifras son inadmisibles e inasumibles. Aunque cerremos los ojos, nuevas listas seguirán engordando nuestro expediente repleto de faltas.
Los errores en la gestión de la crisis migratoria y de refugio son incontables y no tiene visos de detenerse. La UE ha demostrado, una vez más, su falta de cintura para desenvolverse en un escenario que no ha dejado de empeorar desde que saltaran las primeras alarmas hace ya más de dos años. Hoy, las cifras silencian a los políticos, que se refugian, nunca mejor dicho, en sus despachos oficiales. Cuarteles de invierno para “refugiarse” de la tempestad de incumplimientos.
Las imágenes de miles de personas atravesando fronteras de alambre y espino, siendo golpeadas, humilladas, gaseadas y deportadas de vuelta al lugar del que huyeron, no es más que un reflejo de todo lo anterior, de la ignominia del mundo en que vivimos. Un mundo que nos empeñamos en hacerlo inhabitable. La deshumanización a la que estamos asistiendo es consecuencia directa de políticas que priman intereses geoestratégicos, que ven números donde hay personas.
La balcanización de los derechos humanos (triste palabra) no ha hecho más que volver a sacar a la luz lo que ya sabíamos: que no hemos aprendido la lección de la Historia. Tropezamos siempre con las mismas piedras. Como nos recordaba esta semana en El País Slavenka Drakulic, las heridas de la vieja Europa siempre sangran por las mismas costuras, las de los Estados poscomunistas a los que prometimos “el dorado” a cambio de nada y a quienes ahora exigimos lo que no hemos sido capaces nunca de cumplir con ellos mismos. Esta Europa hipócrita que paga a sus mamporreros al otro lado de sus fronteras, a cambio de la promesa de formar parte algún día del club de los países ricos. El club de los desalmados en el casino de vidas humanas. Fichas de un tablero dibujado sobre las líneas fronterizas del colonialismo y la globalización.
En este escenario, hemos escogido el parapeto de la hipocresía. Nos hemos refugiados en cumbres y consejos europeos inútiles. Nos hemos escondido detrás de promesas que incumplimos sistemáticamente. Ocultos tras las alambradas, hemos renunciado a los derechos y libertades que decimos representar, para entregarnos a la barbarie. Nos hemos quedado callados ante el auge del racismo y la xenofobia que hemos contribuido a alimentar. Refugiados en la hipocresía, se nos llena la boca de datos, cifras, palabras y buenos deseos, que resuenan huecas en los oídos de quienes sufren día tras día la injusticia y la violencia. Hemos sido capaces de distorsionar la realidad, hasta creernos nuestras propias mentiras. Hasta creernos promesas que no queremos cumplir. Hemos construido castillos en el aire sobre la vida de cientos de miles de personas. Distorsionar la realidad para llegar a una única conclusión: que sólo somos refugiados de nuestra propia decadencia ética y moral, que hemos dejado en manos de sinvergüenzas. Damos miedo y nos escondemos de nosotros mismos. Esa es nuestra mayor vergUEnza: la que intentamos ocultar y deportar en lugares como Calais, Lesbos o Idomeni. El último refugio de nuestras miserias.