El memoricidio es un crimen de guerra. Un diálogo de Sarajevo a Tombuctú

Por primera vez en la historia, la Corte Penal Internacional juzga la destrucción del patrimonio cultural histórico como crimen de guerra. Sentado en el banquillo de acusados de La Haya, Ahmad Al Mahdi Al Faqui se declara culpable de la destrucción de edificios históricos y religiosos de la ciudadad maliense de Tombuctú en el año 2012, fecha en la que ardió su famosa biblioteca a manos del terrorismo asociado con Al Qaeda en el Magreb Islámico. La biblioteca era hasta esa fecha un estandarte de los manuscritos y referencias bibliográficas de Al-Ándalus con más de 7.000 documentos de incalculable valor histórico. Consciente del mal que se avecinaba en su ciudad natal, Ismael Diadié Hajdara, historiador, filósofo pero también el último descendiente del toledano andalusí Ali Ben Zyad Al Quti, expulsado de España durante la llamada reconquista, decidió salvar lo que se podía, justo antes de que entraran los terroristas y arrasaran con todo. El precio implicaba el exilio de un viaje aún sin retorno, primero a Suiza y luego a España, donde trajo parte de aquellos libros que cinco siglos ántes puso a salvo su antepasado en Tombuctú.

Conocí a Ismael en el año 2014, en la ceremonia en la que la ciudad de Toledo le entregaba su llave de oro como ciudadano ilustre, y responsable de la conservación del Fondo Kait, compuesto por más de 3.000 manuscritos, propiedad de su familia. En aquel encuentro me concedió una entrevista en la que ni por asomo podíamos intuir que un día los crímenes que le habían obligado a abandonar su país iban a ser juzgados. «Parece increíble que hace 546 años, mi antepasado, Ali Ben Zyad Al Quti, en el año 1467 viviera una experiencia prácticamente igual que la mía. Tuvo que abandonar su amada Toledo, dejar todas sus riquezas, y lo único que decidió llevarse fueron sus valiosos libros, sus manuscritos andalusíes que se convirtieron en todo su reino».

Tombuctú
Muestra de los manuscritos de Tombuctú

Cuando le pregunté por el precio de aquel reino, Ismael me contestó sin titubeos: «La recuperación de la biblioteca es más que un proyecto familiar, es una dedicación en cuerpo y alma que paga un alto coste, tanto a mí como a mi familia. En la actualidad, yo soy un exiliado de Mali, como lo fue mi antepasado de Toledo. Por el momento no puedo volver a mi país, y no sé cuándo podré hacerlo. Allí he dejado a tres de mis hijos y mi casa. Echo de menos mi vida allí… Cuando huí de Mali, llegué a Suiza. Pude haberme ido a cualquier país —en Estados Unidos las universidades se pelean por hacerse con la colección que poseo—, pero yo preferí venir a España, traer de vuelta los libros, regresar a mis raíces. Mi vida aquí se divide entre Granada y Toledo, ciudades con enorme historia, de la que sin duda yo también formo parte».

La historia de Ismael, de su linaje, los Quti o jueces en “árabe” —que, en realidad, fueron los imanes de la mezquita de Tornerías de Toledo, grandes sabios y divulgadores de Al-Ándalus, pero también descendientes de los reyes godos que abrazaron el islam tras la penetración del mismo en la península—, te atrapa al instante. Mientras hablaba con él no dejaba de pensar en la biblioteca de Sarajevo, Vijecnica, que ardió bajo el mismo yugo de fanatismo en el año 1992, con el objetivo de hacer olvidar el pasado, de borrar la memoria de un pueblo. Estaba convencida de que Ismael sabía perfectamente cómo huelen los libros cuando arden, y lo que duele ver cómo desaparecen entre las llamas. El escritor Juan Goytisolo bautizó aquel acto atroz como el «memoricidio de Sarajevo», y hoy el término se usa incluso por el tribunal de La Haya para definir lo acaecido en Tombuctú. La diferencia es que la quema de casi dos millones de libros, tesis doctorales, referencias periódicas, y prácticamente todo el fondo documental de Bosnia y Herzegovina, jamás se juzgó.

El acusado, Al Faqui, pidió perdón por sus hechos al inicio de la sesión a cuya plegaria, antes que los jueces, ha contestado Ismael a través de una carta abierta a la Corte en la que pide su indulto. «La justicia debe ser una reforma del hombre, una reeducación en función de los valores comunes rotos por el crimen. Al-Faqi tiene que participar en la reconciliación y en la construcción de la paz», escribía Ismael la semana pasada.

Intento comprender la grandeza de este acto, el de un hombre que ha dedicado toda su vida a salvar el legado de un tiempo pasado y fundamental.  Quizá su perdón venga del arrepentimiento del verdugo. Del hecho de que existe un culpable que iba a ser juzgado, de que el acto atroz, el memoricidio, iba a ser condenado al fin como lo que es, un crimen de guerra. Todo aquello jamás surgió de las cenizas de los libros quemados en Vijecnica, a pesar de que la misma, físicamente hoy, luce más bella que nunca, gracias a la reconstrucción en la que han participado varios países, entre ellos España. «Muchos me preguntan por qué soy tan perseverante en la lucha por salvar nuestra biblioteca. Ni yo sé qué tesoros esconden esos escritos. Nunca se han investigado, no se han analizado, pero los expertos historiadores que los han visto dicen que podrían cambiar el rumbo de las relaciones entre occidente y oriente», me comentó en aquel encuentro.

Las obras del Fondo Kati serán expuestas el año que viene en Toledo y Jerez de la Frontera, con motivo del 550 aniversario de la salida de Ali Ben Zyad Al Quti de Toledo, y la fundación ha pedido al gobierno que sea un evento de «especial interés público». Sin duda, lo es, así como la hazaña del hombre que salvó este bien cultural, y que esperemos siente precedente para futuros crímenes contra el patrimonio universal como los que hemos visto recientemente en Siria, Irak o Egipto.

Fotografía principal: H. Grobe ©

bluebird Comunicación
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