Madrid. 11 de marzo

Aquella mañana nos despertaron los teléfonos, las radios, las madres, los hermanos, los padres, las amigas, los vecinos… Aquella mañana era una suerte que tu madre, tu hermano, tu padre, tu amiga o tu vecino siguiera ahí para despertarte.

El horror no se puede contar con palabras. Ni siquiera con imágenes. El horror era una señal de teléfono sonando tres, seis, diez veces… Sin respuesta. El horror eran los niños que nadie recogía en la guardería. El horror era ese bucle macabro de pulsar cada tres segundos la tecla F5 en el listado de muertos que llevaba elmundo.es. Y el horror era el silencio de la calle Princesa a las seis de la tarde.

Madrid era una silenciosa, fría y gigantesca lápida aquel día. Y hoy, 12 años después, es imposible no recordar cómo nos mirábamos a los ojos retando al miedo. La timidez de la incredulidad. Los atisbos de indignación.

Y, sobre todo, a los que jamás volvieron.

Incluso nosotros, que seguimos aquí, de alguna manera no volvimos. Parte de lo que fuimos se quedó allí, en Atocha, en aquella Madrid ruidosa que se calló de golpe. En esas calles que nos vieron jugar, crecer, llorar, hacernos muy viejos de repente y reclamar justicia bajo la lluvia en una escena inexplicable. Tan dolorosa y tan hermosa a la vez:

«El 11 de marzo no fue sólo un día de dolor y de lágrimas, fue también el día en que el espíritu solidario del pueblo español ascendió a lo sublime con una dignidad que me tocó profundamente y que aún hoy me emociona cuando lo recuerdo. Lo bello no es sólo una categoría de lo estético, podemos encontrarlo también en la acción moral. Por eso digo que pocas veces, en cualquier lugar del mundo, el rostro de un pueblo herido por la tragedia habrá alcanzado tanta belleza» (José Saramago).

De Madrid, al recuerdo. De Madrid, al cielo.

Fotografía: Christian Stangier ©

bluebird Comunicación
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