«Aquí estamos, el 11 de julio de 1995, en la Srebrenica serbia, justo antes de un gran día para Serbia. Entregamos esta ciudad a la nación serbia, recordando el levantamiento contra los turcos. Ha llegado el momento de vengarse de los musulmanes«. Las palabras de Ratko Mladić, Jefe de Estado Mayor del Ejército de la República Srpska (VRS) durante la Guerra de Bosnia, entre 1992 y 1995, eran premonitorias. 19 años después, Srebrenica sigue llorando a sus muertos. Lágrimas silenciosas sobre 8.423 nombres grabados en piedra.
El memorial de Potocari, a escasos cuatro kilómetros del centro de Srebrenica, es un lugar triste. Una pradera fúnebre de miles de lápidas blancas grabadas en caracteres árabes se extiende ante los ojos de sus visitantes. Los colores se mezclan con el recuerdo de la tragedia. Grupos de niños y mujeres recorren cada día los pasillos de tierra buscando a sus muertos. Sus rostros dibujan un drama en vida del que jamás se repondrán. Es su condena eterna. La niebla balcánica envuelve de silencio el luto. Pocos hombres pisan esta tierra manchada de sangre. Las víctimas del mayor genocidio cometido en Europa desde la II Guerra Mundial descansan en esta explanada verde emplazada en el corazón de los Balcanes. Sobre los verdugos, en Srebrenica se guarda silencio. Algunos han sido condenados. Otros todavía se esconden protegidos por sus cómplices en las fronteras difusas de la República Srpska y Serbia.
Srebrenica es una ciudad escondida entre las montañas de Bosnia central. El caudaloso río Drina, que sirve de frontera natural entre Bosnia y Herzegovina y Serbia, transcurre silencioso. La tortuosa carretera desde Sarajevo atraviesa Vlasenica y Milici, bastiones de mayoría serbobosnia, hasta desembocar en Srebrenica. Hace 19 años, Srebrenica contaba con un 80% de población musulmana, hoy, más del 90% de los habitantes son serbios de Bosnia. Son las consecuencias de la limpieza étnica.
Al llegar a la ciudad, el destartalado edificio de la empresa Energoinvest, eje económico de la ciudad en los noventa, se levanta gris y sucio, como las calles que conducen a la pequeña urbe. Algunas mujeres charlan a las puertas de las casas reconstruidas, mientras los hombres ocupan los pocos cafés abiertos. Todos miran desconfiados a los foráneos. No quieren preguntas porque conocen las respuestas. La iglesia ortodoxa se levanta dominando toda la ciudad. La mezquita principal es hoy un descampado, borrada del mapa tras la invasión serbobosnia del enclave.
Ante la inoperancia internacional, en especial de los cascos azules holandeses emplazados en la ciudad durante la invasión serbobosnia, hombres, mujeres y niños fueron sometidos a torturas, violaciones y vejaciones sistemáticas. Algunos acabaron en los campos de refugiados de Tuzla, mientras otros fueron abatidos por asesinos que hoy seguramente ocupen sus casas.
Radovan Karadžić fue el máximo responsable de la limpieza étnica en Bosnia y Herzegovina. Detenido en Belgrado en 2008, hoy espera juicio en La Haya. Al igual que Mladić, capturado en 2011. Sin embargo, el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia aún aguarda la entrega de otros responsables menores que se esconden con toda certeza en la región, protegidos por nacionalistas locales.
Mientras la justicia transcurre lenta en Holanda y a orillas del Drina, muchos restos humanos aún esperan a ser identificados. Aún aguardan un nombre grabado en una lápida blanca. Un último descanso para ellos y sus supervivientes. Un lugar en la pradera verde de Potocari.
La imagen es de Michael Büker ©