Core recogía amapolas de adormidera en un prado iluminado por el Sol, quizá para trenzar una corona para su madre o como presagio de lo que pronto ocurriría. Un trueno lejano atrajo su atención y el suelo comenzó a resquebrajarse a pocos metros de ella. Los terrones de tierra saltaron en todas direcciones y unos caballos negros de ojos llameantes surgieron de un mar de llamas, abalanzándose sobre ella. La vieja Hécate, que observaba, solo pudo gritar.
De esta manera, Robert Graves cierra uno de los episodios más románticos, en el combate que los dioses masculinos libran para usurpar los dominios de la ‘Diosa-madre’. El rapto de Core –conocida más tarde como Perséfone–, por Hades, culmina las bodas de la trinidad helénica con la triple diosa prehelénica, después de que Zeus encadenara a Hera y Poseidón violara a Deméter.
Quizá tengamos que esperar a que llegue ‘El nacimiento de la tragedia’, de Nietzsche, para comprender la cara oculta de estas aterradoras nupcias. Pero no adelantemos acontecimientos.
Mientras tanto, sigamos el recorrido que la idea femenina, y su consiguiente papel en la sociedad de su momento, realiza en la corriente que Fernando Klein señala tan clamorosamente en ‘Cuando Dios era mujer’, escorándose más y más en el anonimato y el silencio, aplastada por una masculinidad cada vez más dominante, tanto en la disputa legal como en el pensamiento espiritual.
El concepto de la maternidad, profanado trágicamente en Grecia, es uno de los últimos espacios en sucumbir ante el desaforado afán masculino de ocupar todas las esferas de la vida occidental, conquistadas ya la fertilidad, la lluvia y el origen del mundo. El culto a Isis y a su hijo, en plena Roma cristiana, es una de las últimas creencias de la mítica ‘Diosa-madre’ en ser absorbida por la religión patriarcal.
Comenzó una época, llamada “oscura” incluso por el paradigma dominante, en la que millones de mujeres fueron afectadas por otra concepción idealizada de lo femenino: recluidas en un pedestal de pureza o desechadas como objetos aberrantes, obligadas a parir por obra del espíritu santo o ser preñadas en pecado por el diablo, condenadas al claustro o a la hoguera.
Las revoluciones posteriores no solucionaron este desequilibrio. Más parece que las escasas reparaciones realizadas estaban dirigidas a la comodidad de lo masculino, antes que a subsanar el daño cometido. Dice muy poco del llamado Siglo de las Luces que justificara la tiranía masculina, en base a la Libertad, la Fraternidad y la Igualdad: solo hay que hablar con Sophie, la mujer de “Emilio”, creaciones del amigo Rousseau.
Qué diferentes son estas mujeres, esta idea de lo femenino, de la que maneja Eric Stanton. En vez de las vírgenes castas, envueltas en costuras de lino, adoctrinadas y respetuosas, estar frente a una de sus mujeres hace que se corte el aliento bajo su mirada fría, hambrienta, femenina. Sus cuerpos exuberantes, sus vestidos ceñidos, sus hermosas sonrisas son la carcasa de un poder dispuesto por salir.
Algunas voces pacifistas claman contra ellas, acusándolas de violentas, sádicas, zorras. Pero ese grito de supuesto civismo, más parecido al chillido de unas gónadas muy encogidas, se consume pronto con la cercanía de la fusta. Y es que las mujeres de Stanton no torturan hombres por placer –bueno, un poco sí–, como poseídas por un espíritu dionisíaco.
Son mujeres que no les gustan que las azoten en público, que sus compañeros sentimentales las engañen y golpeen, que las den órdenes y, sobre todo, que las tomen por débiles. Y se aseguran de hacérselo saber al culpable, ya sea un padre enseñando a su hijo a maltratar, un cuñado machito o un pretendiente demasiado seguro de sí mismo.
Vaya, cuánto nombre de hombre en un artículo sobre lo femenino. ¿Y qué se esperaban? Si quiere usted saber qué es una mujer, busque una y pregúnteselo; quizá, de esta manera, consiga usted pasar por encima de este prejuicio, y descubrir a la maravillosa persona que tiene enfrente. Lo que cada una somos, no se puede leer.
Yo misma me vanaglorio de convivir con una de las míticas Furias, descendiente de las Erinias. Casi más temible que una valkiria, no guarda deudas con nadie, salvo con sus víctimas. Pero cuando me arranco mis ojos mitológicos, la veo como es: una persona, en su más rabiosa dignidad.
Si ocurre que no tiene usted a nadie cerca para resolver este dilema, lea los pensamientos de una, escuche las voces de otras, o vea cómo decir “farewell, mine lieber herr” puede doler tanto como excitar.
Y es que ellas, sin necesidad de que nadie las diga como tienen que ser, vestir o parir, son ellas mismas. Y después, si quieren, mujeres. Pese a quien le pese.