Ayer el señor Mariano Rajoy hizo una aparición triunfal para anunciar que, finalmente, la ley del aborto de Gallardón no se aprobará. Rápidamente todo eran palmas y alegría. Yo también estoy contenta, claro que sí, pero con matices.
Sigo creyendo firmemente que todo esto no ha sido más que una macabra cortina de humo para la cual se han valido de todas y cada una de nosotras. Han jugado no sólo con nuestros derechos, sino con nuestros sentimientos, con lo más íntimo de lo que somos, con nuestros principios, con nuestros valores. Han jugado y puede, sólo puede, que les haya salido bien.
Ojalá hayamos ganado gracias a las calles, al rechazo, a la repulsa más absoluta que, como no podía ser de otra manera, generaba esta ley. Pero, ¿por qué esta reforma sí y otras no? ¿Por qué esta vez sí nos han escuchado y no en temas de sanidad o educación, por ejemplo? ¿Acaso no causó igual repugnancia la Reforma Laboral?
Aunque así sea, aunque esta marcha atrás se haya ganado en las calles, ¿es necesario luchar tanto para que no nos roben nuestros derechos? Deberíamos estar luchando para avanzar no para no retroceder. 30 años, nada menos, en este caso.
La reforma de la Ley del Aborto jamás debería haberse replanteado si no fuera para hacerlo universal, libre y gratuito. Y por ello habría que haber salido a la calle, protestado y pataleado hasta quedarnos sin fuerzas. No para detener un sinsentido.
Por otra parte, todo este recorrido, que parece marcar su punto y seguido con la dimisión de Alberto Ruíz Gallardón, nos ha dejado momentos oscuros, casi, casi tenebrosos. Llevo clavados en las entrañas aquellos aplausos que resonaron en el Congreso de los Diputados el pasado 11 de febrero jaleando a un ministro de Justicia empeñado en decidir por mí, por todas.
Me siento utilizada, eso es todo. Porque de haber jugado han jugado con quien soy. De haber ganado sólo habrá sido una victoria a medias.
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